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domingo, 23 de octubre de 2011

Raúl Castro y Gadafi

Carlos Alberto Montaner

¿Tiene algo que aprender Raúl Castro de la muerte de Gadafi y del fin de su régimen en Libia? Por supuesto. Basta con que observe con cuidado lo que allí ocurrió y admita las enormes similitudes que existen en el comportamiento de Cuba y Libia a lo largo de muchas décadas. Al fin y al cabo, Muammar Gadafi, como Fidel Castro, fue un joven revolucionario que llegó al poder violentamente y fue adorado por las multitudes durante largo tiempo hasta que perdió totalmente el contacto con las jóvenes generaciones hasta atreverse a afirmar, hace unos años: "Soy un líder internacional, el decano de los gobernantes árabes, el rey de reyes de África y el imán de los musulmanes, y mi estatus internacional no me permite descender a un nivel más bajo".
Menudo loco narcisista. ¿Qué hizo Gadafi durante sus más de cuatro décadas de dictadura caudillista? A Raúl le resultará familiar pasar revista a esos hechos. Practicó el terrorismo de Estado, incluido el adiestramiento de terroristas y guerrilleros de otras nacionalidades, participó en guerras africanas, intentó convertirse en un líder con peso planetario, se enfrentó temerariamente a Estados Unidos y a otros poderes europeos, incurrió en toda clase de arbitrariedades económicas en el ejercicio del poder, intervino en conflictos ajenos, atropelló oponentes y humilló a partidarios en desgracia, protagonizó las mayores excentricidades, permitió la corrupción, y fue un inmenso malversador que utilizó como le dio la gana los recursos del Estado sin jamás darle cuenta a nadie de sus gastos. Por último, para sostenerse al frente del gobierno, practicó intensamente el nepotismo e intentó crear una dinastía familiar.
Naturalmente, esa vergonzosa manera de gobernar provocó un sordo malestar en la sociedad libia, prácticamente invisible a los ojos de los analistas extranjeros y, por supuesto, totalmente ignorado por el primer círculo de poder que rodeaba a Gadafi. Hace solo pocas semanas, Saif al-Islam, el hijo predilecto de Gadafi y su presunto heredero, mientras amenazaba a Nicolás Sarkozy y a las fuerzas de la OTAN, aseguraba que el pueblo libio, que supuestamente amaba a Gadafi, barrería a los insurgentes y el régimen continuaría imperturbable su vieja andadura revolucionaria a la sombra del venerado líder revolucionario.
Los gadafistas, que tenían un servicio de inteligencia enorme y despiadado, sabían que existía una oposición dura, correosa, exiliada o internada en las cárceles y machacada y controlada por los esbirros del régimen, pero ignoraban que también se había gestado una gruesa capa de exfuncionarios del gadafismo que, a lo largo de los años, había acumulado una enorme cantidad de resentimiento contra el Caudillo y esperaba el momento de manifestar su odio contra él y contra su gobierno.
Pero había más. Junto a los exgadafistas, y con un rencor igualmente intenso, existía otro grupo muy importante de personas que participaban del poder, pero secretamente despreciaban al dictador y, pese a que aplaudían y le reían las gracias al pintoresco personaje, desde hacía muchos años habían dejado de creer en las estupideces de El libro verde, esa ridícula Tercera teoría universal, superadora del capitalismo y del comunismo, como Gadafi le llamaba al fascismo islámico-militarista que les había impuesto a los libios a palo y tentetieso. 
Estos funcionarios — diplomáticos, ministros, militares, profesores, religiosos e intelectuales — estaban lo suficientemente preparados como para saber que el estrafalario coronel que dirigía el país desde una tienda de campaña con aire acondicionado, era un payaso caprichoso e ignorante que insensiblemente había dilapidado el incalculable torrente de petrodólares que Libia había recibido en las últimas cuatro décadas.
Hasta un día. Hubo un momento, a partir del pasado mes de febrero, en que la tradicional oposición a Gadafi, más los funcionarios ofendidos y humillados, más los falsos gadafistas que esperaban su oportunidad, se rebelaron, forjaron una suerte de alianza y tomaron las armas, aunque sin muchas oportunidades de triunfar en el terreno militar. Pero entonces sucedió algo muy importante: Nicolás Sarkozy encontró una posibilidad de actuar y la aprovechó con el objeto de restaurar la influencia francesa en el Magreb y, de paso, liquidar una decrépita dictadura. No eran el petróleo o el gas libios lo que lo movilizaban, pues ya los adquirían sin limitaciones junto a los italianos, sino cierta idea de la grandeza de Francia, muy a lo De Gaulle.
Fue él, Sarkozy, influenciado por los análisis de pensadores como Bernard Henri-Levy y André Glucksmann, convencidos de que es la hora del cambio hacia la democracia en esa región del mundo, quien arrastró a los ingleses y a los norteamericanos a la intervención y quien convenció a rusos y chinos de que no vetaran las operaciones de la OTAN, ordenadas por la ONU para, supuestamente, proteger a los civiles. Fue él, Sarkozy, quien con una enorme destreza diplomática acabó dándole la victoria a la coalición que derrocó y ajustició a Gadafi en un breve conflicto que también le arrebató la vida a tres de los ocho hijos del coronel.
¿Era necesario este final violento? Por supuesto que no. Desde hace muchos años se percibían síntomas de que la sociedad libia quería un profundo cambio político que liquidara pacíficamente al régimen de Gadafi. Todo lo que el dictador debió hacer era utilizar los recursos de la democracia y de las libertades políticas para viabilizar las reformas y apartarse ordenada y cautelosamente del poder en lugar de convertirse en un terco obstáculo que acabó desencadenando la guerra civil y propiciando la intervención extranjera.
Incluso, después de iniciada la rebelión, los franceses, con el apoyo de norteamericanos e ingleses, le ofrecieron al dictador la posibilidad de buscar una salida negociada, pero no quiso. Como el panameño Noriega en 1989, Gadafi se obstinó en conservar el poder sobre una montaña de cadáveres, sin advertir que no tenía sentido enfrentarse a su propio pueblo y al más formidable aparato militar del planeta porque él mismo acabaría por ser liquidado.

¿Puede suceder algo así en Cuba? Es difícil asegurarlo, pero las condiciones son muy parecidas: en la Isla mandan unos ancianos totalmente divorciados de la realidad nacional; hay un régimen absolutamente desgastado y universalmente rechazado por más de medio siglo de improductividad y disparates; se percibe una oposición democrática, aunque todavía débil, dispuesta a salir a las calles a desafiar a la policía política; hay un sector grande de exfuncionarios comidos por el odio que alguna vez tuvieron poder, partidarios y clientes políticos, y luego fueron defenestrados o marginados por diversas razones; y existe un inmenso sector reformista dentro de todas las instituciones del Estado, generalmente aguijoneado por los más jóvenes de la familia, convencido de que los hermanos Castro han hundido a ese pobre país y no quieren hacer nada serio por devolverles la felicidad y la esperanza a los cubanos. Por último, en el exterior abundan numerosos enemigos de la dictadura con capacidad para hacerse oír en los centros de poder en Occidente en el momento en que llegue la Hora Cero.
Si en medio de ese tenso panorama un día se desata la rebelión y sobreviene un baño de sangre, va a ser muy difícil impedir que las fuerzas internacionales intervengan en el conflicto para detener la matanza, convocadas por Estados Unidos a instancias de los cubanoamericanos, quienes utilizarán hábilmente la enorme influencia que poseen y saben utilizar, como demuestra la persistencia del embargo comercial, pese a las fortísimas (e inútiles) campañas en su contra orquestadas por la dictadura cubana en los últimos veinte años.
¿Cómo cree Raúl Castro que reaccionaría Estados Unidos si comienza en Cuba la violencia, teniendo en cuenta la presencia en el senado norteamericano del demócrata Bob Menéndez y del republicano Marco Rubio, dos pesos pesados de la política nacional? ¿Qué supone que harían los congresistas norteamericanos si Ileana Ros-Lehtinen, presidenta del importantísimo Comité de Relaciones Internacionales, unida a los otros tres legisladores cubanoamericanos, exitosos creadores de una vasta red de apoyo bipartidista a una política de firmeza frente la dictadura, les piden a sus colegas que detengan la sangre derramada a noventa millas de la costa estadounidense? 
Como es lógico, se trata solo de un escenario hipotético, pero si Raúl Castro no es un irresponsable patológico, lo mejor que pudiera hacer es comenzar ordenadamente a desmontar ese monstruoso error con las herramientas que depara la democracia. Esto fue lo que hicieron Augusto Pinochet, Adolfo Suárez, Mijail Gorbachov, Wojziech Jaruzelsky, y otra media docena de gobernantes realistas cuando confirmaron que era hora de enterrar el ancien régime.
Los gobernantes que actuaron con prudencia se evitaron ellos y les evitaron a sus familias y a sus pueblos el horror de la guerra y el obsceno baño de sangre. Los que, como Ceaucescu, trataron de ponerle puertas al campo, acabaron ajusticiados, como le acaba de suceder a Gadafi. El empecinamiento — es útil que Raúl lo entienda — es la virtud de los imbéciles cuando han renunciado al sentido común.
No obstante, dado que Fidel y Raúl son dos octogenarios indiferentes a la realidad —mucho más Fidel que Raúl —, persuadidos de que es mejor "sostenella antes que enmendalla", lo probable es que elijan morir en el ejercicio del poder en un absurdo alarde de terquedad disfrazado de valentía, pero con esa cerril actitud lo único que lograrán es dejarles a sus herederos, mucho más débiles que ellos, un problema gravísimo que puede convertir el país en un matadero. ¿Es eso lo que estos hermanos desean para el pueblo cubano? ¿Qué una revolución fracasada culmine en una cruel carnicería, luego patrullada por los marinos norteamericanos, como sucedió en República Dominicana en 1965, en Granada en 1983 y en Panamá en 1989?
Si hay una lección que Raúl Castro pudiera aprender de este episodio final de Gadafi (si a su edad es capaz de aprender algo), es que una de las mayores virtudes de la democracia liberal es que genera las instituciones adecuadas para transmitir la autoridad, renovar pacíficamente a la clase dirigente y modificar el modelo económico y social con el objeto de adaptarlo a la cambiante realidad internacional. La democracia, claro, no garantiza la selección de los mejores — esa es siempre una valoración subjetiva —, pero al menos impide que la fiesta se acabe a tiros y deja abierta la puerta para solucionar los problemas civilizadamente. Esa es una invalorable virtud desconocida en los manicomios totalitarios. Es muy triste que Raúl Castro se muera sin entender esta verdad elemental.

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