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domingo, 3 de julio de 2011

El reverso de la batalla de ideas

Jorge Olivera Castillo
Golpiza al opositor Bartolo Márquez por miembros de la Seguridad del Estado

(La Habana)  La cobertura legal para la práctica de estos procedimientos la dio el propio Raúl Castro en un discurso pronunciado durante el VI Congreso del Partido Comunista, celebrado en el mes de abril.
En el cónclave, el general-presidente advirtió que “el pueblo revolucionario no permitiría a la oposición tomar plazas y calles”.
Tras la ambigüedad semántica de la frase es que se explican una serie de eventos, ocurridos en las  últimas semanas en los cuales se ha aplicado la fuerza en sus versiones más brutales.
La muerte del opositor Juan Wilfredo Soto, de 46 años de edad y residente en la ciudad de Santa Clara, tras ser arrestado y golpeado por la policía, es el resultado de una atmósfera de terror que podría convertir en cadáveres a otros ciudadanos por manifestar críticas al gobierno en lugares públicos.
De acuerdo al parte médico oficial, Soto murió por una pancreatitis aguda. Pero los opositores, en su totalidad, insistieron en que fue producto de la golpiza recibida el 5 de mayo en el parque Leoncio Vidal, donde ocurrió el arresto.
Independientemente de las múltiples enfermedades que padecía el occiso, como hipertensión arterial severa, diabetes e insuficiencia cardíaca y renal, es lógico pensar en la culpabilidad de sus captores en el momento de analizar los verdaderos motivos que dieron paso al fatal desenlace.
Es muy posible que los maltratos físicos desencadenaran las complicaciones clínicas que finalmente provocaron el fallecimiento de Soto el 8 de mayo en el Hospital Provincial de Santa Clara.
En ausencia de una rectificación de la licencia para matar a quienes rebasen el invisible listón de la tolerancia, habría que esperar por otros episodios similares en los próximos meses.
La codificación de los actos de repudio como medios de tortura psicológica y eventualmente como maquinarias de muerte a raíz de la procedencia de muchos de sus miembros, sacados de los barrios marginales, donde impera el lenguaje de los puñetazos y las cuchilladas, es una señal que apunta a un deterioro de la situación en materia de derechos humanos.
Foto: Amarilis C. Rey.   Rodolfo Ramírez fue víctima de la violencia de la policía política.

Bien a mano de las turbas parapoliciales o frente a agentes profesionales, cualquier disidente cubano puede terminar sus días por una sobredosis de patadas o después de recibir los bestiales impactos de los bastones de goma maciza empuñados por los verdugos de uniforme azul.
El dictamen forense que avale la muerte por causas naturales sería parte de un simple procedimiento.
¿Qué médico se atrevería a contradecir la orden de algún encumbrado general del Ministerio del Interior o del mismísimo Raúl Castro?
Existen antecedentes que subrayan el salvajismo de las respuestas contra todo aquel que se atreva a cuestionar el sistema, sin importar género y modos de expresión. Las Damas de Blanco, Sara Martha Fonseca, Sonia Garro, Jorge Luis García Pérez (Antúnez), Guillermo Fariñas, Rolando Rodríguez Lobaina y Ángel Moya, forman parte de la extensa relación de víctimas que han padecido de violencia verbal y física a partir de sus protestas pacíficas contra la falta de derechos fundamentales en Cuba.
Foto: Ana Torricella. Ángel Moya Acosta, fue golpeado en la cabeza por miembros de la Seguridad del Estado.


La masiva excarcelación y destierro de varias decenas de prisioneros políticos y de conciencia fue sólo una coartada del régimen para obtener legitimidad ante la comunidad internacional.
Las intenciones de conservar el status quo es evidente, solo que a través de otras tácticas que demanden menores costos políticos.
Una suprema paliza o un extenuante abucheo frente a la casa, ambos protagonizados por “el pueblo enardecido”, salen mucho más baratos que un proceso judicial seguido de una condena por propaganda enemiga o desacato.
Lo difícil es controlar los ánimos de la multitud participante en los aquelarres. En estos espectáculos, con características de circo romano, es normal que haya lesionados y accidentalmente hasta algún muerto.
Juan Wilfredo Soto no murió defendiéndose de una muchedumbre convocada para patearlo o manchar su reputación con alusiones infamantes y frases escogidas meticulosamente del inventario de la grosería. Su vida se apagó a raíz de la violencia policial que al parecer, aun es unas de las asignaturas favoritas en los cuarteles.
Varios opositores consideraron la muerte de Soto como la primera víctima del discurso de Raúl Castro en que autoriza a acallar a “la contrarrevolución” sin las especificaciones que impedirían otras muertes a raíz de las violentas respuestas de policías y colaboradores.
El ambiente actual se presta para vaticinar nuevos escenarios que faciliten la muerte de personas que protesten ante las arbitrariedades o pidan reivindicaciones económicas, políticas o cívicas.
En las imprecisiones de Raúl Castro a la hora de anunciar mano dura frente a los disidentes, estaría la demostración, por si algún día la necesita, de su inocencia. Ante un tribunal señalaría a los culpables con nombres y apellidos. “Ellos interpretaron mal mis llamamientos a mantener el orden”. Esa frase pudiera ser parte de las alegaciones en busca de una absolución, ante los asesinatos que seguirían teniendo lugar si se mantiene al país bajo los excesos de una dictadura.


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