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lunes, 30 de agosto de 2010

Las apariencias tras la gestión de la Jerarquía católica.

Mario J. Viera


Mucho se ha hablado en torno a la gestión que la jerarquía eclesiástica católica de Cuba ha estado llevando ante el gobierno de Raúl Castro para la liberación de los presos de conciencia. Tanto en el exilio como en los medios de la disidencia y la oposición internas se han escuchado opiniones a favor o en contra de esas gestiones y de los resultados obtenidos. La mayor parte, desfavorables.

Se ha señalado que la Iglesia ha actuado como vocera extraoficial del gobierno al que le ha ayudado a lavarse la cara en el preciso momento en que más y más críticas internacionales se le hacían por la muerte en huelga de hambre del preso de conciencia Orlando Zapata Tamayo, el acoso de las turbas organizadas y dirigidas por el Ministerio del Interior contra las Damas de Blanco y la prolongada huelga de hambre en reclamo de la liberación de 26 prisioneros de conciencia en graves condiciones de salud, llevada a cabo por Guillermo Fariñas.

Se ha llegado a decir que el Cardenal Jaime Ortega se comportó como cómplice de la condición de destierro impuesta por el gobierno para acceder a la liberación de los prisioneros de conciencia.

En carta dirigida a Su Santidad Benedicto XVI, un grupo numeroso de opositores y disidentes consideró como “lamentable y de hecho bochornosa” la mediación realizada por la jerarquía eclesiástica.

Para el régimen castrista la liberación de los 26 presos de la Primavera Negra y la promesa de excarcelar al resto de los que aún permanecen confinados es una “concesión” que puede hacer sin muchas dificultades considerando como condición que se acojan al exilio. Se quita al mismo tiempo la presión internacional y se deshace de molestos detractores. Una hábil maquinación política.

Cabe hacerse una pregunta: ¿Actuaron los representantes de la Iglesia católica de buena fe en su intento de lograr la liberación de esos opositores, disidentes y periodistas independientes condenados a largos años de cautiverio bajo los imperios de una draconiana ley? Y si la respuesta fuera afirmativa, habría que responder a otra interrogante: ¿Fue adecuado el método que emplearon para interponer sus buenos oficios?

De acuerdo con los firmantes de la misiva al Papa parece ser que no fue así. En esa carta se señala: “Una correcta mediación sobre el tema, hubiera implicado oír los reclamos de ambas partes y conciliarlos”. En mi opinión, el meollo del conflicto se encuentra encerrado en estas contundentes cláusulas.

Aunque Jaime Ortega no es santo de mi devoción, no creo que se haya prestado para hacer el papel de compinche complaciente del régimen. Considero que la jerarquía católica se aprovechó de la oportunidad que se presentaba para lograr lo que por siete años constituyó el reclamo principal de las Damas de Blanco: la libertad de los presos de conciencia, y al mismo tiempo ganar un espacio de opinión a favor de la representatividad de la Iglesia dentro de la sociedad civil.

El craso error de la jerarquía fue precisamente el no haberse reunido, sino con toda la disidencia, algo que resulta impracticable por el gran número de organizaciones opositoras, al menos con sus figuras más representativas o conocidas y con las Damas de Blanco. Debió recoger sus opiniones y, como se dice en la carta al Papa, conciliarlas. Una mediación de tal tipo no es solo un asunto de carácter humanitario, tiene inevitablemente connotaciones políticas. No se trata de conseguir la liberación de delincuentes comunes; se trata de un numeroso grupo de hombres que, sin cometer delito alguno, por ejercer sus derechos civiles han sido sometidos a juicios políticos y condenados en tribunales parcializados presididos por jueces militantes del Partido Comunista.

La labor evangelizadora de la Iglesia, que no es política, tenía en este caso que conciliar lo humanitario con lo político; solo así su mediación ante el gobierno no daría pie a dudosos cuestionamientos ni a injustas suspicacias.

La jerarquía católica tenía que ser lo suficiente perspicaz para no hacer el papel del tonto útil y de ningún modo dar la posibilidad de ser manipulada por los intereses políticos del régimen. En esto precisamente fallaron los representantes de la Iglesia católica cubana. Cuando la Iglesia aceptó que los excarcelados por su mediación fueran conducidos directamente de la cárcel al aeropuerto y de ahí partir al destierro con la venia del gobierno socialista de Zapatero estaba acumulando el fuego de la crítica sobre sus propias cabezas. La actitud más digna que en este caso debió haber asumido la jerarquía habría sido declarar públicamente su desacuerdo con tal medida que constituía una sustitución de condena de prisión por una sanción de destierro, convalidada por la decisión del gobierno español de concederles el estatus de inmigrantes en lugar del de refugiados políticos que en derecho le debía corresponder a los que supuestamente habían sido puestos en libertad.

Por otra parte, la gestión eclesiástica no resuelve la esencia de la represión en Cuba por motivos ideológicos. No garantiza un compromiso gubernamental que asegure que no se produzcan nuevas detenciones y condenas por motivos de opinión y que de nuevo se llenen las prisiones con presos de conciencia.

No creo que la Iglesia católica o sus dirigentes hayan pretendido, aunque así lo digan las apariencias, dar apoyo político “a los que se han comportado durante medio siglo como comisionados de Satanás en la tierra”; creo en cambio que no han sabido seguir el consejo que Jesús le diera a sus apóstoles: “He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, astutos como serpientes, y sencillos como palomas” (Mt 10: 16).

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