Fernando
Mires. Blog Polis: Política y Cultura
La guerra de invasión a Ucrania ha creado una línea
divisoria. Es la que separa a las democracias de las antidemocracias. Es
también el nuevo orden político mundial anunciado por el dictador de Rusia. Ya
en el encuentro de los megadictadores en los juegos Olímpicos de invierno,
tanto Putin como Xi Jinping concordaron en un fin: la creación de un nuevo
orden mundial que para el chino deberá ser económico (con China a la cabeza).
Pero el ruso tenía otras ambiciones. Sabiendo que en la escala económica
mundial Rusia ocupa un precario onceavo lugar -probablemente seguirá bajando
durante y después de la guerra a Ucrania- “su” orden mundial tiene un carácter
militar y político. Diferencia que hizo decir a Kissinger que la alianza
ruso-china no puede ser de larga duración. La economía china necesita de las
economías occidentales como las venas de la sangre.
Una debacle económica de Occidente arrastraría a China
hacia el abismo. No así a Rusia. Por eso China puede acompañar a Rusia solo
hasta la puerta del cementerio. Más allá, no. Razón para que las potencias
occidentales al mismo tiempo que practican una estrategia de (necesaria)
tensión hacia Rusia se decidan a practicar una estrategia de (también
necesaria) distensión hacia China, manteniendo discrepancias en la mesa
económica y no en la militar. Sobre este tema me extenderé en otra ocasión. El
objetivo de este artículo apunta a la contradicción que busca incentivar Putin,
a saber, la que se da a nivel mundial entre las formaciones políticas
democráticas y las antidemocráticas.
AMÉRICA LATINA ESTÁ EN EL MUNDO
Aunque parezca raro, Putin concuerda con Biden en que la
contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y
autocracias. La diferencia es que mientras Biden toma partido a favor de las
democracias, Putin lo hace a favor de las dictaduras. Por eso no se ha cansado
de repetir que Ucrania es solo un eslabón que llevará a la derrota final de
Occidente, entendiendo por ello al conjunto de democracias organizadas en la UE
y en la OTAN.
La división es clara: la mayoría de las autocracias del
mundo ha dado su apoyo a la Rusia de Putin. Al revés también: todas las
democracias del mundo apoyan al bloque occidental. Una contradicción que no solo
tiene lugar entre las naciones sino también al interior de ellas. De ahí que
cada triunfo que obtengan los sectores antidemocráticos en cualquier lugar,
será celebrado por Putin con suma alegría. Pues bien, y a ese punto voy, esa
contradicción incluye también a las naciones latinoamericanas. Inclusión que
explica por qué Putin ha estrechado al máximo sus relaciones con el trío
antidemocrático de América Latina formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela,
agregando a su lista al Brasil del trumpista Bolsonaro.
La mayoría de los analistas latinoamericanos imaginan que
las contiendas que tienen lugar en sus países son puramente locales. No así
para Putin ni para Biden. Un triunfo de las democracias o de las
anti-democracias, en cualquier punto del orbe, tiene para ellos una importancia
mundial. Las políticas locales son hoy globales. Conclusión que me
indujo a leer con sumo interés la versión preliminar del libro (en PDF) que me
hiciera llegar el escritor cubano Mario J. Viera, cuyo título es Cuba,
resistencia no Violenta.
Durante gran parte de la era castrista, Cuba ocupó para
el conjunto de las izquierdas un lugar privilegiado, algo así como
una Meca ideológica y política de la revolución
continental. La atracción que despertó durante la era de la Guerra Fría ha
desparecido, por cierto, pero de ese fuego “antimperialista”,
algunos rescoldos quedan. El mismo canciller
de Putin, Sergei Ryabkov, no vaciló, en vísperas de la invasión
a Ucrania, mencionar a Cuba, junto con la Venezuela de Maduro, como uno de
los países en los cuales podría realizar acciones militares en contra
de los EE UU. De más está decir que ni Maduro ni Díaz Canel emitieron
la más mínima protesta.
Después de tantos años de
dominación dictatorial, pensar en una deserción de Cuba del espacio
anti-democrático podría ser visto como una
fantasía tropical. No obstante, permítaseme otra apreciación.
Como bien demuestra Viera, desde el momento en que murió Fidel, Cuba
perdió gran parte de su proyección imaginaria. Mientras la de
Fidel fue una dictadura de tipo mesiánico, la de Raúl fue burocrática
y militar. Con Díaz Canel desapareció del poder la
generación que actuó en la revolución y así Cuba dejaría de ser la
isla utópica de las izquierdas latinoamericanas. Su revolución ya no
está en el futuro sino en un pasado cada vez más lejano.
La crisis económica que comenzó a vivir el país con el
derrumbe del mundo comunista fue paliada en parte por el
aparecimiento de la Venezuela de Chávez. Pero después que Chávez y
hoy Maduro convirtieran a la ayer próspera Venezuela en un mierdal económico,
Cuba ha quedado de nuevo librada a su suerte. La isla está aislada. No
es raro entonces que Putin la esté mirando, junto a Venezuela,
como aliado potencial: dos enclaves anti- occidentales en los bordes del lejano
Occidente. Como sea, los habitantes que aún quedan en la Isla saben que su
suerte no mejorará bajo el alero de Putin. Razones que hacen pensar a
algunos cubanos que, ahora sí, se están dando condiciones para impulsar movimientos
de democratización.
Manejando con pericia las conocidas tesis de Gene Sharp,
sobre todo las que se desprenden de su libro clásico From
Dictatorship to Democracy, Viera emprende un examen
exhaustivo de los recientes movimientos contestarios de Cuba, sobre todo
de aquel que comenzó a desarrollarse en el 2021, conocido como el
movimiento San Isidro, desde donde, a pesar de su fracaso en la
marcha del 15 de noviembre del 2021 (que hizo cifrar muchas expectativas)
el estado de creciente malestar social y cultural que le dio origen, continúa
presente. De ese y otros movimientos busca Viera extraer enseñanzas
para las jornadas que se avecinan.
La dictadura de partido bajo Díaz Canel no goza
de apoyo de masas, no tiene perspectivas históricas, carece de potencial utópico. Díaz
Canel representa el poder por el poder, no más. Las
condiciones objetivas están dadas para un cambio decisivo en las
relaciones de poder, parece pensar Viera. Incluso va más allá: según
su opinión no se trata solo de propiciar un cambio de gobierno en la isla,
sino de revocar un sistema de dominación al que él llama
totalitario. Pues bien, ahí reside
una diferencia entre el autor del libro y quien
escribe estas líneas.
TOTALITARISMO SIN TOTALIDAD
El sistema de dominación que impera en Cuba ya no
puede, según mi opinión, ser calificado como totalitario. Las
razones las da el mismo Viera. El régimen carece de apoyo de
masas y de un proyecto de futuro (o dicho de modo lacaniano:
carece de poder simbólico y de poder imaginario). Mostrarse impotente frente
a las manifestaciones de descontento, más la estridente apatía
política de la población, no son características de un sistema totalitario. No
basta, en efecto, que un orden político se mantenga mediante el terror para
hablar de totalitarismo.
En una escala de regímenes de dominación antidemocrática,
distinguíamos en otro texto los siguientes peldaños: autoritarismo,
autocracia, dictadura militar y/o burocrática, y totalitarismo. En cada
una de estas formaciones anti-democráticas encontramos gérmenes y momentos
totalitarios. Pero para hablar de totalitarismo requerimos que el poder sea
total y, definitivamente, en Cuba, el poder de la clase dominante de
estado, ya no lo es. No porque exista un anti-poder sino
simplemente porque el poder establecido no goza de aprobación,
ni de consenso, ni de legitimidad.
Siguiendo a Hannah Arendt y a otros pensadores del
fenómeno totalitario como Carl Joachim Friedrich y Zbigniew
Brzezinski, tres son las características que llevan
a determinar la existencia del poder totalitario. El
terror, una ideología totalitaria, y la sustitución de lo íntimo por lo público.
De esa triada, solo se mantiene el terror. Ideología política no hay,
y lo íntimo no ha logrado ser usurpado por lo público. Todo lo contrario. Si
uno sigue las crónicas de Yoani Sánchez, o
las narraciones de Leonardo Padura, podemos observar en
Cuba un retiro hacia lo íntimo y lo privado en desmedro de
lo público, tal como ocurría en las “democracias populares” controladas po
el imperio soviético. Haciendo un paralelo con
la ex URSS, podríamos afirmar que hubo
totalitarismo bajo Stalin pero, como precisó Arendt,
bajo Jruschev ya no lo hubo. Mucho menos lo hubo bajo
Breschnev en el periodo conocido como “la estagnación”. Ahora
bien, bajo Fidel Castro el régimen cubano de
dominación también habría podido ser definido
como totalitario. Pero bajo Díaz Canel, cuando
más, como semi-totalitario o, si se
prefiere, post-totalitario.
Fidel no solo era temido, sino también, como el Gran
Hermano de Orwell, amado. Patria o Muerte quería decir para
muchos, entregar la vida si es que fuera necesario, por la
revolución. ¿Quién quisiera entregar la vida por Díaz Canel o por esa
miseria sin fondo a la que él llama revolución? Quizás solo los parientes
más cercanos del oscuro dictador.
Podríamos entonces decir: el régimen de
gobierno en Cuba carece de la grandeza demoníaca
del totalitarismo. Y bien, precisamente son estas
carencias totalitarias las que permiten iniciar en Cuba una operación
de rescate de la democracia. Luchar en contra y a la vez
dentro de un sistema totalitario, es imposible.
Más allá de ese desacuerdo conceptual, el libro
de Viera contiene valiosas enseñanzas para quienes estén dispuestos a
apoyar la lucha por la democracia en Cuba. Pienso, además, que ofrece
perspectivas a otros países, no solo latinoamericanos, caídos bajo la
férula de gobiernos anti-democráticos. Conocedor de la historia de su nación y
a la vez provisto de un excelente arsenal analítico, establece Viera, de modo
categórico, que la lucha por la democracia en Cuba deberá ser
pacífica o no ser. Es entendible: quienes están más
interesados en un enfrentamiento violento son los personeros del
régimen. Militar y policialmente el régimen es
fuerte. Políticamente es débil.
PARTISANOS NO VIOLENTOS
Para que la lucha política sea viable, es importante
que sus actores sean ciudadanos que padecen y conocen la
dictadura en la vida cotidiana. Eso supone renunciar
a cuatro creencias que hasta ahora han caracterizado a
la incipiente oposición cubana.
La primera creencia dice que el régimen podría caer si desde
el exterior son aplicadas fuertes sanciones económicas. Viera
demuestra en cambio que las sanciones han producido el efecto
contrario. Todas las deficiencias, desajustes y fracasos del gobierno
encuentran justificación en el “bloqueo”, y
los más afectados son los sectores más empobrecidos del
pueblo, nunca la nomenclatura dominante.
La segunda creencia supone que, por contar con mejores medios
económicos, parte de la conducción de la lucha
debe yacer en las manos de grupos en el exilio. Conocedor de
la impotencia de las políticas de exilio, Viera argumenta diciendo
que los dirigentes políticos en el exterior no están ligados a los intereses de
las masas cubanas, ignoran su realidad, y por lo mismo diseñan
planes de acuerdo al dictado de abstractas fantasías.
La tercera creencia es la que supone que el régimen puede caer gracias
a la iniciativa del gobierno de los EE. UU. Quienes así piensan,
aclara Viera, olvidan que los EE. UU no actúan
por filantropía sino solo cuando su soberanía o la de sus aliados se
ve amenazada por otra potencia externa, o cuando sus intereses económicos
o geoestratégicos se encuentran en peligro.
La cuarta creencia es la que imagina que hay que privilegiar la
política hacia el interior de los cuarteles militares, alentando la
posibilidad de un golpe de estado “democrático”. De acuerdo a Viera, el
ejército cubano es parte de un complejo de poder articulado social e
ideológicamente al interior del estado. Pero, aún si se diera el caso de una intervención militar, solo habría
que esperar la sustitución de una dictadura por otra.
Viera no cree mucho en la espontaneidad de las
masas. Estas pueden aparecer ocasionalmente y pronto
diluirse si los actores carecen de una mínima organización. La historia de
la oposición cubana está llena de apariciones disruptivas que, sin
continuidad en el tiempo, desaparecen como luces pasajeras en medio de la
noche. Por eso mismo su texto ha sido escrito, en primera línea, para los
activistas de la democracia. Partisanos no violentos, los
llama. Tiene razón. Hay que despedirse de una vez por todas de esas imágenes
fílmicas que nos presentan la caída de las tiranías como producto del
levantamiento de masas irredentas gritando al unísono: ¡abajo la
dictadura! Esas son solo imágenes cultivadas por
las mitológicas izquierdas del pasado reciente. Las realidades
son distintas.
Las dictaduras no caen como consecuencia de
movimientos espontáneos de masas, ni mucho menos por su propio peso. Por lo general terminan cuando previamente ya
han sido derrotadas en múltiples procesos que han llevado a su
desgaste y a su división interna, atravesando a veces por largos y
complicados procesos de transición.
Las últimas revoluciones que hemos conocido, por
ejemplo, las que pusieron fin al comunismo, solo fueron posibles cuando el
eje de rotación que daba vida a los regímenes comunistas entró en
crisis gracias a las reformas de Gorbachov. Recién después de la
Perestroika las organizaciones democráticas de lo países
sometidos a la URSS pudieron irrumpir exigiendo
su reconocimiento público.
Y bien, de eso se trata la lucha
pacífica: de crear una institucionalidad alternativa que sea
reconocida por el poder establecido. Como consignó una vez el
dirigente de Solidarnosc, Joseph Kuron: “Nunca quemes un local del partido
comunista. Funda otro partido”. Gracias a ese espíritu
constructivo, Solidarnosc se convirtió, de simple iniciativa obrera,
en un movimiento de masas, y luego en el partido de la revolución,
para terminar siendo un partido de gobierno.
Un proceso similar, vivirían las múltiples organizaciones
disidentes formadas en los países de la periferia soviética. No así en Rusia,
donde el cambio, al provenir desde arriba, no logró echar
raíces al interior del pueblo. Por eso, mientras los países occidentales
dependientes de Rusia llegaron a convertirse en democracias, Rusia,
aún con Jelzin, no pudo salir nunca del modo autocrático de gobierno.
Putin, desde esa perspectiva, se encuentra en plena continuidad con el
autocratismo que lo precedió, reconvirtiéndolo en lo que fue durante Stalin: un
régimen totalitario.
Aparentemente Cuba sobrevivió al tsunami democrático
de 1989-1990, pero al precio de convertirse en una isla ya no geográfica
sino histórica y política. Las dádivas recibidas desde la Venezuela chavista
nunca pudieron superar la crisis en la que quedó
sumida. Crisis crónica y múltiple: política, económica y
moral. El socialismo cubano es hoy un cuerpo corroído que apesta. Sin
poder simbólico ni imaginario, Cuba no
representa un futuro para nadie.
Sin embargo, nuevas generaciones, liberadas del
pasado castrista, están apareciendo.
Movimientos contestarios como el de San Isidro, volverán a
resurgir por doquier. La canción Patria y Vida ya sustituyó a
la simbología necrófila del régimen de la patria y de
la muerte. El castrismo, si es que todavía existe, ha
perdido la batalla de las ideas. Ni los más dogmáticos dinosaurios
intelectuales se atreverían hoy a proponer a Cuba como un
“modelo a seguir”.
Puede ser que el largo proceso que llevará la
democracia a Cuba no cautive los corazones de las
nuevas generaciones políticas latinoamericanas como sucedió con la revolución
fidelista. Pero sin duda será muy importante para aventar a los
fantasmas ati-democráticos que aún asolan en los países
latinoamericanos.
Solo cuando la democracia llegue a Cuba habremos dejado
definitivamente atrás una historia horrible. Y
para que eso ocurra, como muestra el texto de Viera, las
condiciones, si no están dadas, están comenzando a darse.