Mario J. Viera
En uno
de sus cuadernos de apuntes Martí anotó: “Socialismo.
─ Lo primero que hay que saber es de qué clase de socialismo se trata, si de la
Icaria cristiana de Cabet, o las visiones socráticas de Alcott, o el mutualismo
de Prudhomme, o el familisterio de Guisa, o el Colinsismo de Bélgica, o el de
los jóvenes Hegelianos de Alemania...” Es que en los tiempos de Martí en
Europa aparecieron muchos idealistas, ─ algunos no mencionados por él, como el socialismo
reformista y cooperativista de Robert Owen, que fue fuente de inspiración para
socialistas utópicos como Cabet, Proudhon, sansimonianos y el oweniano John
Minter Morgan, este último el principal ideólogo del socialismo cristiano de
Inglaterra ─, que intentaban buscar soluciones para mejorar la vida de los
obreros sometidos a largas jornadas de trabajo de hasta 15 y 16 horas diarias,
laborando bajo las insalubres condiciones de las fábricas, de humedad y altas
temperaturas que propiciaban enfermedades laborales y tuberculosis; con
salarios que apenas les alcanzaban para sobrevivir. La explotación del trabajo
infantil y de las mujeres en los telares alcanzaba alarmantes proporciones. El
obrero carecía de recursos para el reclamo de sus demandas, la única riqueza
con la que contaba era su propia fuerza de trabajo y su numerosa prole para
ayudarle a soportar las vicisitudes de su vida, participando en las labores
fabriles, de aquí el término de proletarios.
En su
encíclica Rerum Novarum, el Papa León
XIII (20 de febrero de 1878-20 de julio de 1903) en 1891, señalaba las causas
del disgusto del proletariado: “Pues,
destruido en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, y no
habiéndoseles dado en su lugar defensa alguna, por haberse apartado las instituciones
y las leyes públicas de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido hallarse los obreros entregados, solos e
indefensos, por la condición de los tiempos, a la inhumanidad de sus amos y
a la desenfrenada codicia de sus competidores. A aumentar el mal, vino la feroz usura: la cual, aunque más de una
vez condenada por sentencia de la Iglesia, sigue siempre bajo diversas formas,
la misma en su ser, ejercida por hombres
avaros y codiciosos. Júntase a esto que la producción y el comercio de todas las cosas está casi todo en manos
de pocos, de tal suerte, que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de
proletarios, un yugo que difiere poco de los esclavos”. Esto, enunciado
en medio de la fiereza del liberalismo económico fundado sobre el precepto del laissez-faire. “Los postulados del
laissez-faire ─ asegura Jorge Polo Blanco ─ cobraron vigor y efectividad en la
facticidad de la historia europea del siglo XIX únicamente gracias a la intervención activa, dirigida y consciente de los poderes
políticos”.
Y la
solución que espíritus compasivos ven para renovar la sociedad y hacerla más
humana, la señala Martí en sus notas: “bien puede verse ahondando un poco, que todos ellos convienen en una base
general, el programa de nacionalizar la tierra y los elementos de producción”. En una crónica que redactara para el periódico argentino La Nación con
fecha mayo 16 de 1886 titulada “Grandes
motines obreros” Martí expresa: “Ese odio a
todo lo encumbrado, cuando no es la
locura del dolor, es la rabia de las bestias. Comete un delito, y tiene el alma ruin, el que ve en paz, y sin que el
alma se le deshaga en piedad, la vida dolorosa del pobre obrero moderno, de
la pobre obrera, en estas tierras frías: es deber del hombre levantar al
hombre: se es culpable de toda abyección
que no se ayuda a remediar: sólo son indignos
de lástima los que siembran a traición, incendio y muerte por odio a la
prosperidad ajena”.
Y el 13
de noviembre de 1887 para el mismo periódico redacta su crónica “Un Drama Terrible”, y escribe: “Ni el miedo a las justicias sociales, ni la
simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus
crisis, ni al que las narra. Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a
riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la
comprometen con sus errores. No merece el dictado de defensor de la libertad
quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su
defensa. Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía
que el crimen inspira, juzgan los
delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron,
ni los impulsos de generosidad que los producen”. Hay delitos sociales,
pero hay que considerar por qué se produce la violencia, ese es el principio
para buscarle solución inteligente y cauta a la violencia. Es que los “pueblos, como los médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus
raíces, a dejar que florezca en toda su pujanza, para combatir el mal
desenvuelto por su propia culpa, con medios sangrientos y desesperados”.
¿Acaso el obrero no merece tener una vida más digna?
El no
llama a una revolución social que mejore las condiciones de vida de los obreros,
sino que hace un llamado a la cordura para que la ira no se desencadene en
desesperación. No habla de socialismo, habla de justicia social.
“Cree el obrero tener derecho a cierta
seguridad para lo porvenir ─ anota Martí en esta crónica ─, a cierta holgura y limpieza para su casa, a
alimentar sin ansiedad los hijos que engendra, a una parte más equitativa en los productos del trabajo de que es
factor indispensable, alguna hora de sol en que ayudar a su mujer a sembrar
un rosal en el patio de la casa, a algún rincón para vivir que no sea un
tugurio fétido donde, como en las ciudades de Nueva York, no se puede entrar
sin bascas. Y cada vez que en alguna forma esto pedían en Chicago los obreros,
combinábanse los capitalistas; castigábanlos negándoles el trabajo que para
ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanles encima la policía, ganosa siempre de cebar sus porras en
cabezas de gente mal vestida; mataba la policía a veces a algún osado que
le resistía con piedras, o a algún niño; reducíanlos al fin por hambre a volver
a su trabajo, con el alma torva, con la miseria enconada, con el decoro
ofendido, rumiando venganza, la miseria enconada, con el decoro ofendido,
rumiando venganza”.
En
Europa personas conmovidas por la situación terrible en la que vivían los
proletarios optaron por la utopía socialista. Algunos inspirados en preceptos
bíblicos como Étienne Cabet y su sociedad Icaria, o el socialismo mutualista de
Joseph Proudhon quien en 1840 afirmó en su libro “¿Qué es la propiedad?”,
declaró: “Yo creo que ni el trabajo, ni
la ocupación, ni la ley, pueden engendrar la propiedad, pues ésta es un efecto
sin causa. ¿Se me puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios producirán
estas afirmaciones? ¡La propiedad es un robo! ¡He aquí el toque de rebato del
93! ¡La turbulenta agitación de las revoluciones!”; o la respuesta
revolucionaria de los jóvenes Hegelianos de Alemania, de la cual surgió Karl
Marx y su idea del comunismo científico.
Todos
los intentos de crear una sociedad socialista fracasarían estrepitosamente.
¿El
socialismo es acaso un sistema que conduce al fracaso social, como muchos
opinan, y que constituye una forma disimulada de esclavitud? Sí, así aducen
muchos, especialmente entre cubanos, que concluyen diciendo que, hasta Martí
dijo que el socialismo es la futura esclavitud. Lo malo de esta afirmación es
que José Martí jamás dijo tal cosa.
“La Futura Esclavitud” es un tratado cuyo
autor fue Herbert Spencer, un sociólogo, y antropólogo inglés seguidor de las
tesis de Charles Darwin. Martí, en crónica para La América en abril de 1884 hizo
una reseña del tratado de Spencer. Ya para estos años en Europa, y en especial
en Inglaterra, han ido tomando fuerzas las propuestas de las teorías comunistas
que impulsa Karl Marx, y hacia esas teorías, Spencer lanza sus dardos, y a
conjurar lo que el mismo ha escuchado decir: “El pueblo no se asusta ya del socialismo, es lo que se oye cada día”.
Martí
no es seguidor de eso que él denomina “doctrina socialista”, pero, de entrada,
en su reseña, se distancia del autor inglés cuando dice que este, estudia el
socialismo “a manera de ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja”.
Es que todavía “se conserva empinada y
como en ropas de lord la literatura inglesa” y su “desdén y señorío” la privan “de
aquella más deseable influencia universal a que por la profundidad de su
pensamiento y melodiosa forma tuviera derecho”.
Spencer
muestra su desdén por aquellos que considera la chusma, en ese que ve “el gran número de desocupados alrededor de
las tabernas y la multitud de vagos que atrae cualquier procesión, o
representación callejera. Considerando lo numerosos que son en tan poco espacio
de terreno, se comprende que decenas de millares deben pulular a través de todo
Londres. No tienen trabajo, me
dirán. Dígase más bien que no quieren trabajar o que lo abandonan tan pronto
como lo empiezan. Son sencillamente parásitos
que, de un modo u otro, viven a expensas
de la sociedad, vagos y borrachos,
criminales y aprendices de criminales, jóvenes que constituyen una carga
para sus padres, hombres que se apropian el dinero ganado por sus esposas,
individuos que participan de las ganancias de las prostitutas; y, menos visible
y numerosa, existe una clase correspondiente de mujeres”. Para Spencer “todo
socialismo implica esclavitud”.
Y
agrega Martí diciendo: “¿Cómo vendrá a
ser el socialismo, ni cómo éste ha de ser una nueva esclavitud? Juzga Spencer
como victorias crecientes de la idea socialista (...) esa nobilísima tendencia (...)
nacida de todos los pensadores generosos
que ven como el justo descontento de las clases llanas les lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más
modo natural de curar el daño de raíz que quitar
motivo al descontento. Pero esto ha
de hacerse de manera que no se
troque el alivio de los pobres en fomento de los holgazanes: y a esto sí hay que encaminar las leyes que
tratan del alivio, y no a dejar a la gente humilde con todas sus razones de
revuelta”. Y esto es “precisamente
para hacer innecesario el socialismo”.
Sin
embargo, Spencer es cruel, más que a los que considera holgazanes, descarga su
furia sobre todo aquel que es “incapaz de
bastarse a sí misma”, algo que olvidó Martí exponer en su reseña de lo
dicho por Spencer: “Existe una máxima acerca de la que están acordes el
saber popular y el científico ─ anota Spencer en
su ensayo ─, y que puede considerarse
como la autoridad más elevada. El mandamiento: comerás el pan con el sudor de tu frente es sencillamente
una enunciación cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que
debe la vida su progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a
sí misma debe perecer: la única diferencia es que la ley que en un caso se
impone artificialmente, en el otro caso es una necesidad natural. Y, sin
embargo, este principio de la religión que la ciencia tan claramente
justifica, es el que los cristianos parecen menos dispuestos a aceptar. El
sentir general es que el sufrimiento no debía existir y que la sociedad es
culpable de que exista”.
Y he
aquí el tema principal: “So pretexto de
socorrer a los pobres – dice Spencer – sácanse
tantos tributos, que se convierte en pobres a los que no lo son (...) Si
los pobres se habitúan a pedirlo todo al Estado cesarán a poco de hacer esfuerzo alguno por su subsistencia, a menos que no se los allane
proporcionándoles labores el Estado”.
“Ya se auxilia a los pobres en mil formas. Ahora se quiere que el gobierno les
construya edificios ─ es lo
que Spencer dice ─. Se pide que, así como
el gobierno posee el telégrafo y el correo, posea los ferrocarriles”.
Spencer cree ─ así lo dice Martí ─ que cuando “el Estado se haga constructor, como que los edificadores sacarán menos
provecho de las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el fabricante único el
Estado”; argumento este que Martí considera “no se tiene bien sobre sus pies”, aunque sea el argumento de
alguien tan formidable como Spencer. Así mismo, Spencer considera que el “día en que se convierta el Estado en dueño
de los ferrocarriles, [propuesta que según Spencer es “el lamento que
levantaron muchos políticos y publicistas, (y) es recogido de nuevo por la
Federación Democrática que propone una expropiación de los ferrocarriles, con
compensación o sin ella] usurpará todas
las industrias relacionadas con estos, y se entrará a rivalizar con toda la
muchedumbre diversa de industriales”; pero para Martí, este “raciocinio,
no menos que el otro, tambalea,
porque las empresas de ferrocarriles son pocas y muy contadas, que por sí
mismas elaboran los materiales que usan”.
Martí,
en este caso no concuerda con Herbert Spencer, porque este considera que esas
intervenciones del Estado son “causadas
por la marea que sube, e impuestas por
la gentualla que las pide”, haciendo olvido de que ese “loabilísimo
y sensato deseo de dar a los
pobres casa limpia, que sanea a la par el cuerpo y la mente, no hubiera nacido en los rangos mismos de
la gente culta, sin la idea indigna de cortejar voluntades populares; y
como si esa otra tentativa de dar los ferrocarriles al Estado no tuviera, con
varios inconvenientes, altos fines moralizadores; tales como el de ir dando de
baja los juegos corruptores de la bolsa, y no fuese alimentada en diversos
países, a un mismo tiempo, entre gentes
que no andan por cierto en tabernas ni tugurios”.
Martí
le reconoce a Spencer con fundamento su temor de que, “al llegar a ser tan varia, activa
y dominante la acción del Estado,
habría este de imponer considerables
cargas a la parte de la nación trabajadora en provecho de la parte páupera”. Martí le reconoce como verdad “que si llegare la benevolencia a tal punto
que los páuperos no necesitasen trabajar para vivir – a lo cual jamás podrán llegar –, se iría debilitando la acción
individual, y gravando la condición de los tenedores de alguna riqueza, sin bastar por eso a acallar las
necesidades y apetitos de los que no la tienen”. ¿Qué hay que temer el
cúmulo de leyes adicionales y más extensas para cumplir esos propósitos? Sí,
así lo entiende Martí; “pero esto viene
─ anota Martí ─ de que se quieren legislar las formas del mal,
y curarlo en sus manifestaciones;
cuando en lo que hay que curarlo es en
su base, la cual está en el
enlodamiento, agusanamiento y podredumbre en que viven las gentes bajas de las
grandes poblaciones, y de cuya miseria – con costo que no alejaría por
cierto del mercado a constructores de casas de más rico estilo, y sin los riesgos que Spencer exagera – pueden
sin duda ayudar mucho a sacarles las casas limpias, artísticas, luminosas y
aireadas que con razón se trata de dar a los trabajadores, por cuanto el espíritu humano tiene tendencia natural
a la bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y en la de lo
limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los pobres, trátase sólo de darles habitaciones buenas
por el mismo precio que hoy pagan por infectas casucas”. Pero Spencer
construye ─ dice Martí ─ ese “edificio
venidero, de veras tenebroso, y
semejante al de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la
decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del Estado, en
compensación del trabajo que para el Estado hacía el ciudadano” sobre las
bases de las demandas exageradas de
los radicales y de la Federación
Democrática (o Federación
Socialdemocrática, un partido político británico, la primera organización
política socialista de Gran Bretaña, fundada por Henry Hyndman, cuya primera
reunión se celebró el 7 de junio de 1881 y que fuera el antecedente del Partido
Laborista inglés)
Ese
tenebroso edificio es el Estado rigiendo el socialismo como sistema, como
régimen. “Como todas
las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado,
adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme que naturalmente
viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio”. El poder absoluto del Estado: “El
hombre que quiere ahora que el Estado cuide de él para no tener que cuidar él
de sí, tendría que trabajar
entonces en la medida, por el tiempo y en la labor que pluguiese al Estado
asignarle (...) De ser siervo de sí mismo ─ lo dice Martí, no Spencer ─, pasaría
el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se
llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios”. Spencer define la
esclavitud diciendo: “¿En qué consiste
esencialmente la esclavitud? En principio, pensamos
que es esclavo un hombre que es poseído por otro. Sin embargo, para que la
posesión no sea puramente nominal debe demostrarse en la práctica por un
control de las acciones del esclavo, control que se ejerce habitualmente en
beneficio del dueño”. De manera contundente Martí lo redefine: “Esclavo es todo aquel que trabaja para otro
que tiene dominio sobre él; y en ese sistema socialista dominaría la comunidad
al hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo”. En ese
sistema socialista, “con semejante
socialismo”, el inspirado por las ideas comunistas e impuesto por el
Estado, que no es socialismo, sino dominio del Estado sobre los ciudadanos: “El
funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre”.
Es el “socialismo” que inspiran los gobiernos comunistas.
Y concluye Martí la reseña diciendo: “Y en todo este estudio apunta Herbert
Spencer las consecuencias posibles de la
acumulación de funciones en el Estado, que vendrían a dar en esa dolorosa y menguada esclavitud...”
No discrepa Martí con lo que Spencer denuncia y advierte, el peligro de un
Estado inflado, cargado de burócratas: “¡Mal
va un pueblo de gente oficinista!”, sin embargo, Martí reclama que Spencer “no
señala con igual energía, al
echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con
tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de
mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que
se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y
erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades
pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas”. Y cierra su reseña
diciendo: “Nosotros diríamos a la
política: ¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra”. Parece
que con esto José Martí lo dejó todo en claro.
La cuestión obrera y la justicia social no dejó
de estar presente en la visión martiana. El 2 de febrero de 1887 en carta para
el Director de La Nación (Escenas
Norteamericanas), dice Martí: “Menos
huelgas habría o durarían menos, si los que las provocan por su injusticia no
agravaran las razones de ellas con sus aires altivos, o con alardes de fuerza
que enconan la herida de los que ya están cansados de ver ejercitada sobre
ellos la fuerza ajena, y entran en el conocimiento y voluntad de su fuerza
propia. (...) No es esta o aquella
huelga particular lo que importa, sino
la condición social que a todas las engendra. Esta condición debe ser,
primero, puesta en claro, y después si resulta tan funesta como se cree, debe
ser cambiada. Cámbiesela en acuerdo con las razones concretas de ella, poniendo
el remedio donde está el mal, y no
conforme a teorías abstrusas o sistemas sentimentales, tan perniciosos en
su aplicación como respetables por su origen. (...) ¡Ah! Así como los jueces debieran vivir un mes como penados en los
presidios y cárceles para conocer las causas reales y hondas del crimen y
dictar sentencias justas, así los que
deseen hablar con juicio sobre la condición de los obreros deben apearse a
ellos, y conocer de cerca su miseria”.
En crónica para La Nación con fecha 29 de marzo
[de 1883] José Martí en una parte de la misma reseña los honores que a Karl
Marx, le rindieron a su muerte organizaciones obreras.
“Karl
Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y
arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. Espanta la tarea de
echar a los hombres sobre los hombres. Indigna
el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Mas se ha de hallar salida a la indignación, de
modo que la bestia cese, sin que se desborde, y espante. (...) La Internacional fue su obra: vienen a
honrarlo hombres de todas las naciones. (...) Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y
despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales
rotos. Pero anduvo de prisa, y un
tanto en la sombra, sin ver que no nacen
viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el
hogar, los hijos que no han tenido
gestación natural y laboriosa”.
Los voceros del castrismo no ahorran páginas
para tratar de demostrar que José Martí no había conocido los trabajos de Marx,
que, de haberlo hecho, él habría abrazado al marxismo. Esta afirmación carece
de todo fundamento. Martí enjuicia a Marx en los puntos esenciales que aparecen
en el Manifiesto Comunista. No está confirmado que Martí hubiera leído el
Manifiesto, pero tampoco se puede afirmar categóricamente que no haya tenido
acceso al mismo. Hay que tener en cuenta que desde 1871 circulaba en Estados Unidos
una traducción en inglés de ese documento. Martí, queda demostrado, ya se había
interesado en conocer sobre “las doctrinas socialistas”, como puede verse en
las notaciones que al respecto hiciera en Sus Cuadernos de Apuntes, por lo que
no es de dudar que se hubiera interesado en buscar información sobre el
marxismo y mucho más después de su lectura del ensayo de Herbert Spencer.
Martí, no obstante, era de ideas liberales; el
principio que podría organizar a las sociedades modernas, es el liberal, tal
como pensaba el liberal venezolano Cecilio Acosta y que Martí toma para sí
mismo. A la muerte de Acosta, 8 de julio de 1881, escribe en la Revista
Venezolana ─ un empeño periodístico suyo ─ refiriéndose a este: Anhelaba que cada uno fuese autor de sí, no hormiga
de oficina, ni momia de biblioteca, ni máquina de interés ajeno: “el progreso es una ley individual, no ley
de los Gobiernos”: “la vida es obra”. Cerrarse a la ola nueva por espíritu
de raza, o soberbia de tradición, o hábitos de casta, le parecía crimen
público. Abrirse, labrar juntos, llamar a la tierra, amarse, he aquí la faena:
“el principio liberal, es el único
que puede organizar las sociedades modernas y asentarlas en su caja”. Una
posición apartada de los principios del socialismo. Este ensayo de Martí
encendió las iras del despótico dictador Antonio Guzmán Blanco que le expulsa
de Venezuela.
Del cotejo de la obra escrita de Martí no
podemos concluir que, ni explícita o implícitamente, aprobara o rechazara de
plano el socialismo. Él vio dos peligros inmersos dentro de la idea socialista
y se lo hace notar a su amigo Fermín Valdés Domínguez en carta que le
escribiera con fecha mayo de 1894: “Dos
peligros tiene la idea socialista. como tantas otras: ─ el de las lecturas extranjerizas, confusas e
incompletas: ─ y el de la soberbia y
rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener
hombros en que alzarse, frenéticos
defensores de los desamparados”. Y en este aspecto no se equivocó como
lo ha demostrado la historia. “Pero en nuestro pueblo ─ agrega ─ no es
tanto el riesgo, como en sociedades más iracundas, y de menos claridad natural:
explicar será nuestro trabajo, y liso y hondo, como tú lo sabrás hacer: el caso es no comprometer la excelsa
justicia por los modos equivocados o excesivos de pedirla”. ¿Excelsa
justicia? ¿Métodos equivocados de pedirla? Pero él está advirtiendo en contra
de los “peligros que tiene la idea socialista”. Luego, concluye: “Y siempre
con la justicia, tú y yo, porque los
errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa”.
Pero él ha rechazado las propuestas comunistas
de Karl Marx; las del socialismo industrial ordenado por los sabios y los
industriales, los obreros, fabricantes, mercaderes y banqueros de Saint-Simon,
y el anarquismo de Bakunin: “Cada pueblo se cura conforme a su naturaleza, que pide diversos grados de la medicina,
según falte éste u otro factor en el mal, o medicina diferente. Ni Saint-Simon, ni Karl Marx, ni Marlo, ni
Bakunin. Las reformas que nos vengan al cuerpo. Asimilarse lo útil es tan juicioso, como insensato imitar a ciegas”.
De todas las corrientes sociales, lo que Martí propones es asimilar lo que en
ellas haya de útil y aplicables a las condiciones del país. Martí expresa su
concepto etnocentrista en esta expresión: Las reformas que nos vengan al cuerpo”.
Y este criterio lo repite en el discurso que pronuncia en el Liceo Cubano en
Tampa, el 26 de noviembre de 1991: “Con
esta libertad real y pujante (...) han
de contar más los políticos de carne y hueso que con esa libertad de
aficionados que aprenden en los
catecismos de Francia o de Inglaterra, los políticos de papel. Hombres
somos, y no vamos a querer gobiernos de tijeras y de figurines, sino trabajo de nuestras cabezas, sacado del
molde de nuestro país”. Y la
idea etnocentrista es retomada en el Manifiesto de Montecristi: “Desde sus raíces se ha de constituir la
patria con formas viables, y de sí
propia, nacidas, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no la
conduzca a las parcialidades o a la tiranía.
Y su etnocentrismo para el Gobierno, lo repite
y lo refuerza en Nuestra América, el
formidable ensayo suyo que fuera publicado en La Revista Ilustrada de Nueva
York, Estados Unidos, el 10 de enero de 1891, y en El Partido Liberal, México, el 30 de enero de 1891. Un ensayo que
algunos desdeñosos han creído ver una denuncia de Martí al liberalismo
decimonónico, y otros, por interés ideológico, le ven como expresión acabada
del antimperialismo martiano con respecto a los Estados Unidos. Acaso no son
coincidentes la expresión martiana de “Asimilarse lo útil es tan juicioso, como
insensato imitar a ciegas”, con esta enunciada en Nuestra América: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo;
pero el tronco ha de ser el de nuestras
repúblicas”; o esta otra del mismo ensayo: “El gobierno ha de nacer del país.
El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de
avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país”; o estas otras frases: “El
vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de
gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por
un yerro de forma, han de ponerse en
formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y
plena; que. si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos,
muere la república”.
No se trata de copiar de forma mecánica lo que
se hace y se practica en otras tierras: “Éramos
una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño.
Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. En la América
de finales del siglo XIX, todavía subsistían las prácticas del coloniaje
derrotado por las guerras de independencia: “La
colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando
de sus grandes yerros –de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo
ciego de los campesinos desdeñados, de
la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas”.
Toda la obra escrita de José Martí está marcada
con un sentido de justicia social. En el citado discurso dice: “yo quiero que la ley primera de nuestra
república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. En la
mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier
mejilla de hombre: envilece a los pueblos desde la cuna el hábito de
recurrir a camarillas personales
(...) ¡cerrémosle el paso a la república
que no venga preparada por medios dignos
del decoro del hombre, para el bien y la
prosperidad de todos los cubanos! (...) ¡No desconozca el pudiente
el poema conmovedor, y el sacrificio
cruento, del que se tiene que cavar el pan que come; de su sufrida compañera,
coronada de corona que el injusto no ve; de los hijos que no tienen lo que
tienen los hijos de los otros por el mundo! ¡Valiera más que no se
desplegara esa bandera de su mástil, si no hubiera de amparar por igual a todas
las cabezas!” Y en Nuestra América, reclama: “Con los oprimidos había que hacer una causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de
los opresores”.