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martes, 29 de agosto de 2017

El presidente ultrablanco

Guy Sorman. ABC

Cuando Donald Trump fue elegido presidente el pasado mes de noviembre, escribí inmediatamente en este periódico que asistíamos a la revancha del macho blanco. Por cierto, algunos lectores de ABC no aceptaron mi análisis, pero muchos cronistas estadounidenses acabaron por escribir lo mismo y el curso de los acontecimientos parece confirmar esta hipótesis.

Una categoría determinada de estadounidenses, los que se tomaban la revancha, nunca aceptó la victoria de Barack Obama ni las transformaciones que ha experimentado la sociedad estadounidense desde 1960. El feminismo, la diversidad étnica, la prioridad de las minorías en las universidades y los empleos públicos y el matrimonio homosexual han significado otras tantas muescas en la idea superior que el hombre blanco tenía de sí mismo, con una nostalgia por el tiempo en que era dueño y señor de su familia y su comunidad.

Esta resistencia a ser solo unos pocos entre el gran número de estadounidenses se remonta, evidentemente, a la época de la esclavitud y la negación de la emancipación de los negros, pero también de los asiáticos, que durante mucho tiempo tuvieron prohibida la entrada en el territorio de Estados Unidos. Desde hace unos cincuenta años, sin embargo, parecía que sociedades secretas como el Ku Klux Klan solo pertenecían al folclore sudista. Luego hubo el atentado de Oklahoma City, en 1995, cuando algunos supremacistas blancos hicieron saltar por los aires un edificio público para protestar contra lo que ellos consideraban un aumento de la intrusión del Estado en su vida privada, pero este atentado sangriento se achacó a algunos perturbados, anclados en una América del lejano Oeste.

Resulta que, el pasado sábado 12 de agosto, llegaron las manifestaciones y contramanifestaciones de Charlottesville, en Virginia, que provocaron refriegas y causaron víctimas. Y nos damos cuenta entonces de que los supremacistas blancos no han desaparecido y parece incluso que han recuperado su dinamismo gracias al reinado de Trump. De paso, señalaré que los manifestantes de Charlottesville blandían cruces gamadas y gritaban eslóganes antisemitas.

Recordemos que Trump, durante su campaña electoral, no dejó de exaltar los «valores» de la América blanca, sus cultos protestantes, su derecho a llevar armas y a defenderse contra las agresiones, incluidas las del Estado. Durante sus reuniones públicas también defendió la violencia y el ajuste de cuentas; muy pocas veces, por no decir nunca, se vio a un solo negro en sus mítines. El vocabulario de Trump, sus aires, su gusto por la injuria, todo eso pertenece al folclore de los supremacistas; ellos se encargan a menudo de su servicio de orden y han votado por él.

A estos hechos innegables se objeta que estos movimientos solo representan al 1 por ciento de la población de todo Estados Unidos, quizá menos. Es cierto, pero recordemos que Trump fue elegido gracias al apoyo de los estados en decadencia industrial, con márgenes electorales inferiores al 1 por ciento. En democracia, el activismo cuenta a veces más que el número.

Por tanto, no deben sorprendernos ni la violencia de Charlottesville ni la reticencia de Trump a condenar a los supremacistas: su reacción inmediata y espontánea, la que quedará en la memoria, ha sido la de equiparar a los racistas y los antirracistas. Esta igualdad en el tratamiento ha sorprendido a su propio entorno: los Republicanos más conservadores, como su ministro de Justicia, y su propia hija y asesora oficial, Ivanka Trump, han condenado sin reservas a los supremacistas. Muchos analistas han recordado en esta ocasión que, en total, los supremacistas han asesinado a más estadounidenses que todos los terroristas islámicos juntos. ¿Cómo interpretar la estrategia de Donald Trump en este asunto? ¿Se cree él mismo lo que dice? Lo que piensa un presidente es en realidad menos importante que su retórica.


Por tanto, se confirma que Donald Trump no es verdaderamente el presidente de todos los estadounidenses; y ni siquiera es el presidente, sino un candidato permanente en campaña electoral permanente. Su atención está fija en la reelección, algo que no oculta. Parece considerar que las tropas de asalto de los supremacistas podrán serle tan útiles dentro de tres años como lo fueron en el pasado. Pero me parece más probable que Trump no vuelva a ser elegido nunca, o que no termine su mandato, porque su propio partido le abandonará antes. A cada línea roja que cruza, como intentar privar a 30 millones de estadounidenses de su seguro de enfermedad, arriesgarse a una guerra inútil en Corea o apoyar a los supremacistas, vemos cómo se debilita el apoyo republicano. Estos días toda la prensa conservadora insta a Trump a denunciar el «nacionalismo blanco», algo que no hace, mientras que sigue dispuesto a agredir a los musulmanes y los mexicanos. Ahora bien, no se puede tener un presidente sin partido en un régimen político en el que el Parlamento cuenta tanto como la Presidencia; el Parlamento puede desembarazarse del presidente, pero no a la inversa. Cada día que pasa, Trump cava un poco más su propia tumba.

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