Mario J. Viera
En los
tiempos bíblicos, aquellos difíciles tiempos que transcurrieron entre el
reinado de Azarías y el reinado de Manasés, Isaías (Ieshaiáhu), el más culto y elaborado
profeta de Israel previó la voz de aquel que clamaba en el desierto, una
poderosa voz que pedía se allanaran caminos, se enderezaran las calzadas y que
todo lo torcido se enderezara y todo lo áspero se allanara para que la luz se
hiciera y la verdad fuera proclamada.
¿Quién
escucharía la voz solitaria que gritaba en el desierto? ¿Cuántas solitarias
voces no se han levantado para proclamar la verdad entre las soledades de las
multitudes y no se escucharon quedado en el olvido de la soledad? Cuando los
pueblos son sordos la voz que grita en el desierto es solo una voz que no alcanza
ecos. Ni siquiera escuchan los pueblos sordos las advertencias de los Laocoonte
que advierten del peligro de aceptar artilugios sospechosos que ocultan a sus
enemigos. “Desconfío de los danaos (griegos) incluso cuando traen regalos”, clamó
Laocoonte a los troyanos frente al caballo de madera construido por Ulises,
pero los troyanos, no le escucharon; ¿por qué tenían que escucharle si estaban
felices, contentos, si aparentemente habían ganado la guerra? Y pone Virgilio
en boca de Laocoonte las palabras de advertencia: “¡Qué locura tan grande, pobres ciudadanos! ¿Del enemigo pensáis que se
ha ido? ¿O creéis que los danaos pueden hacer regalos sin trampa? ¿Así
conocemos a Ulises? O encerrados en esta madera ocultos están los aqueos, o
contra nuestras murallas se ha levantado esta máquina para espiar nuestras
casas y caer sobre la ciudad desde lo alto, o algún otro engaño se esconde:
teucros, no os fieis del caballo. Sea lo que sea, temo a los danaos incluso
ofreciendo presentes”.
Una voz
alzada en las soledades del desierto. Una voz en el desierto fueron los
periodistas del Münchener Post, Martin
Gruber, Erhard Auer, Edmund Goldschagg y Julius Zerfass que advirtieron del
peligro que representaba Adolf Hitler para Alemania en los años 20 y 30 si este
llegara al poder[1]. Y no fueron escuchados...
¡Allanen
los caminos y abran calzada ancha para la verdad!
Y en
Cuba, en medio del entusiasmo popular, ciego y enardecido hacia el triunfador
titánico contra el ejército regular, se levantaron voces de advertencia que
fueron acalladas por un pueblo que solo escuchaba una sola voz, la del líder,
la del héroe serrano, la del vencedor que prometía un futuro de maravillas para
todo el pueblo. Él y solo él sería la voz. Su nombre, Fidel, se haría icónico,
Todo sería ¡Fidel! Y Castro prometía un mundo nuevo de felicidad para todos;
Cuba se convertiría en el país más desarrollado de toda la América Latina; Cuba
sería la nueva tierra prometido donde manaba la leche y la miel. Y las muchedumbres
aclamaban cada propuesta al grito de ¡Fidel! ¡Fidel! embrujadas por la palabra
seductora, cual la serpiente del mítico relato bíblico del Edén. Prometía la
más grande democracia, jamás conocida, y todas las turbas dijeron ¡Amén! Ya no
se necesitaría de los viejos partidos; él era la respuesta; él y solo él, era
lo que se necesitaba para anular lo viejo y construir lo nuevo.
Y Castro
desde su tribuna exclamó: “¿Elecciones, para qué?” Y la multitud congregada
para escuchar arrobada sus palabras, aclamó diciendo: “¡Ya votamos, ya votamos!”
Solo
algunas voces aisladas advirtieron el peligro de no saber decir no cuando fuera
necesario decir ¡No!, que no siempre hay que concederle al líder la decisión
por todos; que no siempre hay que creer que todo lo que afirma el líder es
palabra sagrada, ni repetir sus palabras como consignas de fe. Y aquellas voces
fueron silenciadas ante las agresiones verbales de los agitadores de las
turbas, dentro de los muros grises de las prisiones, frente al frío paredón de
fusilamiento o conducidas al ostracismo de un largo exilio político.
Voces
que clamaron en el desierto denunciaron que no se puede renunciar al derecho
natural de pensar por sí mismo y no permitir que otros piensen en su lugar.
Si la
prensa denunciaba y advertía, el líder la denunciaba como prensa corrupta y el
periodismo en Cuba se hizo voz aislada, y no escuchada, que clamaba en el
desierto; porque todos los demagogos que dominan a las multitudes odian al
periodismo que le denuncia; porque todo dictador quiere acallar la opinión
periodística.
El
extravío de los pueblos, que no escuchan a la voz de quien clama en el
desierto, que no prestan oídos a nuevos Laocoonte, siempre esos pueblos, por
más cultos que sean, correrán el peligro de introducir dentro de sus murallas
nuevos caballos de madera en cuyo vientre se esconden sus enemigos.
[1] Antonio Maestre. Los
periodistas que avisaron del peligro de Hitler. La Marea, 30 de abril de
2015
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