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lunes, 31 de octubre de 2016

Capítulo XXXV Segunda Parte. “Amigos, aliados y enemigos. Un análisis crítico de la Era del castrismo”.

Mario J. Viera


Panorama social, político y económico de Cuba en 1958

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Con el monótono esquematismo propio del marxismo estalinista, la Lic. María del Carmen Alba Moreno[1], clasifica los diferentes sectores del campesinado cubano de la época republicana en tres capas: Campesinos Ricos, campesinos medios y campesinos pobres y, junto a estas capas, la del “proletariado y el semiproletariado agrícolas”.  De acuerdo con el Censo Agrícola Nacional de 1946, las fincas agrícolas de hasta 10 caballerías (1 cab = 13.42 ha), representaban el 80% de todas las fincas, y ocupaban una superficie agraria de 82 834.5 cab, es decir, e 13.8% de toda la superficie en cultivo del país. Las fincas de 10 a 30 cab constituían el 11.5% del total de fincas con una superficie total de 86 279.6 cab para un 14.6 del total de tierra bajo cultivo. En cambio, las fincas de más de 30 cab, aunque constituían el 8.5% de todas las fincas, la superficie que ocupaban era de 426 960.6 cab para un 71.6% de toda la tierra bajo explotación. En esta última categoría caen los latifundios cañeros y las haciendas dedicadas a la ganadería extensiva. Estos, cuyos propietarios podría ser definidos como la clase de los “campesinos ricos” de Carmen Alba Moreno, en gran parte se trataba de personas jurídicas como la United Fruit Co, la Atlántica del Golfo, y la Cuban American Sugar. Estas compañías controlaban más de 52 mil caballerías de tierras de labor.

Este último dato se ha manoseado en exceso para intentar demostrar que el campesino había sido despojado de la tierra y se le impedía contar con siquiera un palmo de tierra propio; así desde el aparato burocrático del gobierno de Castro se insiste en los datos que clasifican a los campesinos en propietarios, un total de 56 134, y no propietarios, que ascendían a una cifra de 99 853, tal como se expuso en el Primer Forum Nacional de la Reforma Agraria, 1959. Se trata de una manipulación demagógica de las cifras, pues dentro de la categoría de no propietarios están incluidos aquellos que, sin poseer título de propiedad de la tierra, tienen posesión de la misma bajo la forma de aparcero, arrendatario o precarista. El aparcero es aquel campesino carente de capital que se compromete a cultivar un lote propiedad de otro campesino que le otorga los insumos necesarios para la explotación de la tierra, a cambio de repartir el total de la cosecha entre él y el propietario. El arrendatario es el campesino que paga un determinado precio o canon al propietario de una finca para el uso de un lote que este no tiene bajo explotación. El precarista, en Cuba, era el campesino no poseedor de tierras de labranza que tiene la tenencia o ha ocupado un lote de terreno no atendido por su propietario o formando parte de las tierras realengas o de propiedad estatal.

Los latifundios cañeros, principalmente. constituían verdaderos monopolios sobre el mercado de tierras y representaban un freno para el desarrollo económico del país, principalmente en las provincias orientales donde estos predominaban, y serían además un obstáculo para la diversificación agraria. El latifundio había sido declarado proscrito por la Constitución de 1940 y muchos proyectos de leyes se habían presentado en el Congreso para cumplir con aquel mandato constitucional; pero por diversos motivos, entre ellos la limitante del artículo 24 de la Constitución, y por los intereses creados, estos proyectos se posponían o nunca llegaron a ser debatidos.


La propaganda castrista ha insistido en un tema conmovedor para cualquier espectador y dramático para sus actores: los desalojos de campesinos. En documentales fílmicos de cruel realismo se describen los desalojos. Humildes y desnutridos campesinos viviendo en rústicas chozas ven, con expresión de horror y de angustia, como fieros y robustos guardias rurales le prenden fuego a la choza luego de haber lanzado fuera los pobres y escasos enseres de aquellos infelices que la ambición e impiedad de un cruel terrateniente les echa a la guardarraya. Cruel en verdad la escena que se muestra y que provoca una reacción de indignación entre los espectadores. De lo profundo del alma nos brota una frase de condena: “¡Ah, malditos latifundistas, que despojan a los pobres en complicidad de las autoridades, para hacerse ellos más ricos y más poderosos!”  Y se siente odio; odio hacia la crueldad humana, odio hacia los poderosos, odio hacia los ricos… “¡Viva la Revolución!”

Pero… ¿eran estos desalojos reiterativos en las comunidades rurales? Sí, por supuesto, hubo desalojos de campesinos; pero, aunque sin dejar de ser cruel, se trataba de desahucios al vencerse los términos del contrato de aparcería acordado entre el terrateniente y el campesino aparcero. Por lo general estos contratos de arrendamiento o de aparcería se hacían de palabra, sin ningún documento escrito; de este modo, algún que otro inescrupuloso arrendador esperaba que los cultivos estuvieran próximos a ser cosechados para reclamar la devolución del predio arrendado[2]. Para actuar, el propietario tenía que interponer un proceso de desahucio ante tribunal competente y luego, con el fallo judicial a lugar, se procedía a desalojar al aparcero[3]. ¡Claro está! El aparcero tenía derecho a interponer demanda contradictoria a la de desahucio; pero no siempre contaba el campesino con medios para contratar a un abogado que le representara y, sobre todo, muchos desconocían por ignorancia sus derechos. Las escenas de los desalojos son verdad, pero una verdad a medias. En ocasiones las disputas se generaban a partir de interpretaciones jurídicas sobre quien en realidad era el propietario de una tierra en disputa como sucedió con el muy mentado Realengo 18 ubicado en el lomerío de Guantánamo.

Cuando se iniciara la colonización de Cuba por los españoles, los municipios y ejidos repartían las tierras como corrales y hatos que tenían forma circular. Las tierras circunscriptas entre los círculos se consideraban “tierras realengas”, de propiedad de la Corona Española. Cuando se produce el Pacto del Zanjón ─ armisticio firmado entre el gobernador español y las fuerzas mambisas poniendo fin a diez años de guerra por la independencia ─, el Capitán General, Arsenio Martínez Campos, con el objeto de consolidar el armisticio, decidió repartir lotes de tierra de los realengos entre los desmovilizados del Ejército Mambí, encomendando esta labor al general del Ejército Libertador Guillermo Moncada. El Realengo 18 sería uno de aquellos que se parcelaron y repartieron entonces. Al reanudarse en 1895 la guerra por la independencia, varios generales mambises, entre ellos el general Antonio Maceo, les aseguraron a los campesinos que cultivaban tierras realengas que podían permanecer en sus lotes. Aunque sin títulos escritos que ampararan la propiedad, los campesinos se sentían como legítimos propietarios de las tierras que cultivaban. En 1920 el Consejo de Veteranos de Guantánamo logró que se reconocieran los realengos como tierra propiedad de la Nación.

Eran los años de la expansión latifundista azucarera, cuando se produjo el gran conflicto campesino entre el derecho de usucapión de la tierra por los campesinos y el supuesto derecho de dominio en virtud de compra al Estado por la Compañía Azucarera Maisí, propietaria del Central Almeida. Esta Compañía, el 3 de agosto de 1934 encargaba a un ingeniero o agrimensor de nombre Félix Barrera para que hiciera la mensura y deslinde de unas tierras que había adquirido algunos años antes y que abarcaba hasta las tierras del Realengo.  Sin embargo, los campesinos del realengo, organizados en la Asociación de Productores Agrícolas fundada por ellos mismos, se opusieron al deslinde. Armados con sus machetes y hasta con escopetas, se dice que cerca de mil hombres se opusieron a las intenciones de los propietarios del Maisí. Aunque el presidente Carlos Mendieta Montefur, un gobernante títere del Coronel Fulgencio Batista, se puso de parte de la Compañía, la lucha decidida de los campesinos, logró captar aliados en todo el país, entre los que se encontraban el Directorio Revolucionario Estudiantil y los obreros azucareros de la zona, quienes habían declarado irse a la huelga en apoyo de los campesinos del realengo. Ante tal situación, el Gobierno se vio obligado a firmar, tras fuertes negociaciones con los campesinos, el Acta de la Lima por la cual se reconocían los derechos de los campesinos a la propiedad del Realengo 18.

La legislación cubana no había llegado a formar un cuerpo normado de Derecho Agrario que regulara con precisión las relaciones de propiedad fundaría, el uso de la tierra (tratamiento del suelo y sistemas de cultivo), el empleo, una política fiscal ajustada a las características del ambiento socio-económico del agro y el impacto sobre la transformación del medio ambiente.

En sentido general, el campo quedaba relegado; pésimo era el nivel de enseñanza en las intrincadas zonas rurales y se carecía en ellas de atención médica; en el campo no había médicos rurales y el campesino tenía que recurrir a la asistencia de curanderos y a la medicina casera. No mentía Castro cuando planteara el siguiente conflicto: “Un campesino podrá preguntarse por qué antes no había maestros, por qué no había servicio médico rural, por qué no se construía antes una ciudad escolar, por qué no se traía a los hijos de los campesinos a estudiar[4]. Y esto no era una verdad de opinión; era un hecho.

En las zonas rurales había atraso y pobreza, pero sin llegar a los niveles de degradación generalizada que se sufrían en muchos países latinoamericanos y muy en especial en los países de las denominadas Repúblicas Bananeras. No, en el campo cubano no tenía sentido la desgarradora letra de El Arriero de Atahualpa Yupanqui: “Las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda/ Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”.

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Cuba estaba en camino de superar los trastornos políticos que se sucedieron tras la revolución de 1933 ─ “la que se fue a bolina” según la definiera Raúl Roa ─, de aquellos convulso siete años transcurridos entre la caída del gobierno de Gerardo Machado hasta la proclamación de la Constitución de 1940, cuando se sucedían dramáticamente los gobiernos, ocho presidentes, algunos de los cuales ocuparon el cargo por solo algunos pocos días y uno de ellos por tan solo seis horas, Manuel Márquez Sterling y Loret de Mola, y se pusieron en práctica dos experimentos de gobierno tras la sublevación militar de las clases y sargentos conducida por el sargento Fulgencio Batista y secundada por el Directorio Revolucionario Estudiantil: la Pentarquía[5] y el gobierno revolucionario Grau-Guiteras, el de los 100 días.

Tras la entrada en vigor de la Constitución de 1940, comenzó un periodo de avance democrático, económico y social, aunque signado por una alta incidencia de corrupción administrativa en todas las esferas gubernamentales. Este periodo de praxis democrática sería interrumpido por el golpe de Estado propinado por Fulgencio Batista y por la respuesta insurreccional al cuartelazo del 10 de marzo de 1952. Los partidos políticos tradicionales fueron tomados por sorpresa y ante el desconcierto, no hubo una política de alianza unitaria que diera respuesta solidaria al atentado constitucional. Ninguno de los jefes de aquellos partidos asumió un papel de liderazgo que primero impidiera la división dentro de su partido y segundo lograra la unidad de todos los partidos, el PRC (A), el PPC (O) e incluso aliándose al PSP, como aliado de conveniencia.

La sociedad cubana en todo su conjunto, imbuida en aquel dogma de fe de tirar a mierda la política, y del criterio generalizado que: “¡Al fin y al cabo, todos los políticos roban!”, se cruzó de brazos y volvió la espalda a los acontecimientos en su culto a la antipolítica, el prejuicio, “según el cual ─ como señala Julio Borges ─ tanto los políticos profesionales como los partidos son males necesarios para las sociedades”. Defecto de formación en la conciencia social del cubano de aquellos tiempos. Es como dice este autor citado: “Los políticos y los partidos de una determinada sociedad son, para bien o para mal, con sus virtudes y defectos, el liderazgo que esa misma sociedad ha logrado engendrar. Cuando hay políticos y partidos cuestionables es porque en la sociedad hay unas condiciones morales que, de alguna manera, los causan[6].

Fidel Castro, en medio de sus despectivos ataques contra los políticos profesionales de la República llega a esta misma conclusión. En encuentro con la Asociación de Colonos celebrado el 4 de abril de 1959 afirmó: “la posibilidad de progreso de un país no depende solo de las personalidades, depende en gran parte del ambiente en que se viva y depende en gran parte también del pueblo, y el pueblo mismo muchas veces lo echa a perder todo, el pueblo muchas veces tiene buena parte de la culpa de las cosas que pasan.  

Cincuenta años antes del golpe de estado de Fulgencio Batista, Cuba había alcanzado su independencia del coloniaje hispano. El cubano del 1902 solo había conocido un sistema de gobierno lleno de corrupción que se sustentaba en los principios del absolutismo de la Metrópolis. No existía la cultura de la democracia, sino la cultura del despotismo. Dentro de aquellas condiciones políticas de colonia no se formarían ciudadanos, la mentalidad era la del súbdito y la de un súbdito con limitados derechos civiles con quien no se cuenta para nada. Tras muchos años de conflictos armados en los campos y de cuatro años de gobierno militar de los Estados Unidos, el cubano, de buenas a primeras, encontraba que la independencia era solo a medias y que la soberanía era solo una concesión, limitadas por el apéndice constitucional de la Enmienda Platt. En esas condiciones, crear conciencia de ciudadano no se logra en medio siglo.

Poco a poco se forjaba la cultura democrática, dando tropezones y avanzando a pasos, y ya en 1940, los políticos, no el pueblo, alcanzarían un consenso para dotar al país con una de las Constituciones políticas más avanzadas de su época. Solo tenía doce años de existencia la Constitución cuando fue anulada por el cuartelazo del 10 de marzo. Seis años de violencia insurreccional ahogarían para siempre a la Constitución. La cultura de la democracia se había interrumpido en un largo y agónico paréntesis de más de cincuenta años…



[1] Lic. María del Carmen Alba Moreno. La estructura social en el campo cubano en la década del 50 del siglo pasado. Espacio el Latino
[2] El artículo 1577 del Código Civil vigente entonces establecía que cuando no se establecía la duración del arrendamiento, este se entendía “hecho por todo el tiempo necesario para la recolección de los frutos que la finca arrendada diere en un año o pueda dar por una vez, aunque pasen dos o más años para obtenerlos.
[3] El artículo 1569 del Código Civil vigente entonces establecía las causas por las cuales el arrendador podía desahuciar judicialmente al arrendatario, entre las cuales se establecían: “1. Haber expirado el término convencional o el que se fija para la duración de los arrendamientos”, según el artículo 1577. 2. Falta de pago en el precio convenido. 3. Infracción de cualquiera de las condiciones estipuladas en el contrato.
[4] Fidel Castro. Discurso del 9 de agosto de 1963. Segundo Congreso de la ANAP
[5] La Pentarquía fue un breve experimento de gobierno, formado por un Ejecutivo colegiado integrado por el Doctor Ramón Grau San Martín, el Doctor Guillermo Portela, el abogado Dr. José Miguel Irizarri, el periodista Sergio Carbó, y el banquero Porfirio Franca. Este sistema o comisión colegiada de gobierno estuvo vigente desde el 5 de septiembre hasta el diez de septiembre de 1933 cuando se disolvió para dar paso al gobierno no reconocido por Estados Unidos de Grau-Guiteras el que, entre sus medidas declararía anulada la Enmienda Platt.
[6] Julio Borges. Dignidad de la Conciencia, Totalitarismo y Antipolítica

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