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miércoles, 23 de octubre de 2013

Julio Borges está loco


Ángel Oropeza. EL UNIVERSAL

La tergiversación y manipulación de la ciencia psicológica ha sido siempre una fascinación de autoritarismos y tiranías.  Juan Perón, Augusto Pinochet, Anastasio Somoza y Efraín Ríos Montt, por nombrar sólo cuatro representantes históricos del gorilismo fascista  latinoamericano,  disfrutaban de calificar como insanos mentales a quienes se les oponían, y con frecuencia encarcelaban a adversarios políticos y defensores de los derechos humanos en instalaciones psiquiátricas que escondían su real función cancelaría.

También el expresidente Chávez gustaba mucho de despachar la complejidad social recurriendo al expediente de "disociados", "psicóticos" y "enfermos mentales" para etiquetar a quien no le aplaudiera, o simplemente no compartiera sus puntos de vista.

Pero quienes fueron unos maestros en  el "arte" de usar la Psicología con fines represivos fueron los camaradas del Estado estalinista en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.  Allí, los hospitales psiquiátricos eran frecuentemente usados por los jerarcas del establishment como cárceles para aislar a los disidentes y prisioneros políticos, e intentar destruirlos moral, física y psicológicamente. No fue por azar que el diagnóstico de "esquizofrenia lentamente progresiva" se convirtiera en moneda de uso corriente en el aparato represivo comunista, para catalogar a quienes se oponían al sistema.  El psiquiatra Andrei Snezhnevski, y los profesores del Instituto Serbski de Moscú llegaron a afirmar con marcado cinismo que "muy frecuentemente, ideas acerca de luchar por la verdad y la justicia se forman en la mente de personalidades con una estructura paranoica". Lo cierto es que al menos 365 personas sanas fueron tratadas por presentar una "definida locura política" en la Unión Soviética, aunque en realidad pudieron ser varios miles más.  De hecho, el conocido disidente y defensor de los derechos humanos Vladimir Bukovski, logró en 1971 filtrar a occidente más de 150 páginas donde se documentaba el abuso psiquiátrico por razones políticas, llevado a cabo en  las instituciones de salud mental de la Unión Soviética.

Dada su extrema dependencia con la URSS, esta práctica represiva bajo el disfraz de tratamientos psicológicos se hizo también muy frecuente en la Cuba castrista, y ha sido desde la década de los 60 del siglo pasado uno de los modus operandi preferidos por los aparatos de inteligencia política del estado comunista. Para el régimen castrista, las actividades de los disidentes obedecen por igual tanto a la manipulación por intereses externos como a su insania mental.

Es por ello que tampoco es azaroso que en Venezuela, dada la extrema dependencia con respecto a Cuba, y la influencia del castrismo sobre la actual oligarquía gobernante, la recurrencia a la "enfermedad mental" de los opositores se haya vuelto tan usual en los burócratas oficialistas.  El último episodio es el risible y vergonzoso "acuerdo" de los diputados del gobierno en la Asamblea Nacional, obedeciendo órdenes de un teniente que los manda, en el cual se piden realizar "evaluaciones psicológicas" a Julio Borges y Nora Bracho, por el delito de intentar interrumpir un discurso de Nicolás Maduro.

Más allá de lo anecdótico, el problema es que esta práctica cada vez más usual de asignar alegremente categorías nosológicas psiquiátricas a los opositores,  disidentes y defensores de los derechos humanos en Venezuela, esconde una lamentable incapacidad para tolerar y administrar las diferencias propias de toda comunidad humana. Se recurre a la "etiqueta psicológica" simplemente porque ─ desde el primitivismo cuartelario de nuestros burócratas ─ con los "locos" no se puede dialogar. Lo único que se puede hacer con los "locos" es ignorar a los que no hacen daño, y encerrar a los que son peligrosos.

Así, para el gobierno no existen adversarios sino "enfermos mentales" que, dado que son "locos", no pueden tener razón ni se les puede tomar en cuenta. De esta manera, y fiel a las indicaciones de La Habana, el gobierno divide al país en dos: los que le aplauden y los "enfermos".  Desde su indigencia intelectual e hipertrófica arrogancia, sienten que pueden ahorrarse el esfuerzo de la convivencia y la tolerancia, porque "no hay con quién dialogar". Por eso es tan útil esta vieja práctica estalinista: todo el que no se arrodille, es porque está enfermo de la mente, y por tanto hay que ignorarlo o encerrarlo.

Tanto Julio Borges como Nora Bracho, los últimos "enfermos" del madurocabellismo, no han hecho otra cosa que dedicar las 24 horas del día al arduo y fatigoso trabajo de la organización popular y la construcción de una alternativa digna para los venezolanos. Y en la medida que su labor ha venido alcanzando éxitos y frutos tangibles, también han despertado la ira de los cuartelarios. Para Julio y para Nora, nuestro abrazo y reconocimiento. Si ya forman parte de los "enfermos mentales" del neogorilismo venezolano, saben que van por buen camino.

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