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lunes, 9 de septiembre de 2013

Repudio a Batista


Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD

La pasada semana algunos en Miami celebraron el 80 aniversario del 4 de septiembre. Desde el punto de vista de la libertad de expresión, tienen todo su derecho a hacerlo. En lo que respecta al mínimo análisis sobre la nefasta trayectoria del dictador Fulgencio Batista y Zaldívar, en la política y la historia cubana, mejor hubiera sido que se dedicaran a recordar cualquier fecha más célebre, desde la aparición del “Caballero de París” hasta la última vez que se oyó pregonar la venta de tamales en la esquina de 23 y 12, en El Vedado.

Cierto que gracias a la permanencia del castrismo la aberración batistiana todavía se escucha a veces, e incluso con algún que otro adepto trasnochado de última hora, pero poco cuenta en lo que respecta a esa figura tenebrosa salvo su pecado mayor: haber propiciado la llegada de Fidel Castro al poder.

Los dos aspectos que más se mencionan al intentar justificaciones más o menos taimadas del batistato apelan a la comparación y a la circunstancia, más que al supuesto protagonista de la escena. Se pretende hablar de la “época de Batista”, apelar a cifras y destacar el desarrollo económico alcanzado en Cuba como si todo ello obedeciera al designio del tirano, cuando en realidad éste lo que hizo fue aprovecharse de una situación existente y no crearla. Si incluso actualmente en la isla hay ─ en lo que respecta a esa Habana de oropel y alegría grosera dedicada a venderse al turista extranjero ─ una vuelta a la década de 1950, no es precisamente lo mejor del espectáculo y la farándula de esos años lo que se recrea con mérito, sino la vulgaridad y la prostitución de cualquier tipo, las cuales han renacido con fuerza. Batista fue sinónimo de desprecio de la cultura, ignorancia y explotación. Fue, para resumirlo en una palabra vigente y apropiada, soez.

Tampoco tiene validez alguna el segundo aspecto, que es un símil fácil cuando no perverso. Cuando se compara la dictadura de Batista con el régimen totalitario de los hermanos Castro no se ataca principalmente a los segundos, sino que indirectamente se brinda cierto alivio al primero.

Carece de sentido esa comparación, como también lo es en el caso de Hitler y Stalin o entre la Camboya de Pol Pot y el Congo de Leopoldo II de Bélgica. Es útil la denuncia y el acumular cifras de asesinatos, vandalismo, hambre y miseria, pero lo peor no justifica ni disminuye lo malo. Durante el último período de Batista en el poder, se robó, asesinó y torturó. Puede cuestionarse alguna cifra repetida más como objetivo de propaganda que para establecer certezas. Sin duda en los primeros años de la llegada al poder de Fidel Castro se magnificó el terror anterior como un recurso justificativo. Nada de esto anula los abusos reinantes con Batista en el Palacio Presidencial. El argumento del “otro es peor” no solo resulta infantil sino pernicioso.

El problema de la débil legitimidad gubernamental antecede al acto de Batista, porque tiene sus raíces en la corrupción rampante y la relativa incapacidad de dos instituciones establecidas por la Constitución para el desarrollo del Estado de derecho y el avance político del país: la Corte Suprema y el Congreso. Sin embargo, nadie como él se aprovechó de esa debilidad institucional con objetivos más mezquinos, al punto de abrir la puerta para lo que vendría después del 1 de enero de 1959. Este desempeño final de su mandato en la isla oscurece cualquier intento de reivindicación social que practicó durante su primera etapa de mando.

Tras el 10 de marzo de 1952, el camino electoral con Batista en el poder fue cada vez más cuestionado. Unas elecciones celebradas bajo su gobierno no se percibieron por la población como fuente de legitimidad. La amnistía a los asaltantes al Moncada no fue un simple error político o un acto de generosidad equivocada. Formó parte de esa búsqueda de legitimidad que nunca alcanzó.

¿Existía la posibilidad de una solución democrática en Cuba, sin dictadura de Batista y sin entregarle el poder a Fidel Castro? En términos políticos generales, pareció posible hasta 1956 ─ incluso tras el ataque al Moncada, un hecho relativamente menor en aquellos momentos para el panorama político nacional ─ si Batista hubiera mostrado una actitud negociadora, similar a la que tuvo a finales de la década de 1930, y cedido frente a la idea de una asamblea constituyente propugnada por Carlos Márquez Sterling, Jorge Mañach y José Pardo Llada, entre otros. Sin embargo, tras sus declaraciones de entonces no había un interés genuino de negociar, sino su afán de seguir como “hombre fuerte” de la isla.

En última instancia, el uso de la violencia para reprimir a la oposición fue lo que llevó a la caída del régimen de Batista y al triunfo de Fidel Castro. Por ello nada más debería ser repudiado a diario en esta ciudad.

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