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jueves, 11 de julio de 2013

El mensaje de Snowden


Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD

Manifestantes de Berlín en apoyo Edward Snowden  (AP-Reuters)
Las espectaculares filtraciones de Edward Snowden sobre la vigilancia gubernamental han dividido a los norteamericanos. En una reciente encuesta, revelada por el Huffington Post, 38% de los encuestados dicen que el ex contratista de la Agencia Nacional de Seguridad actuó mal; 33% opina que bien; y 29% se mantiene en la proverbial cerca. Aunque se esfuerce por proyectar unanimidad en la condena de Snowden, la clase política también se ha dividido. Por un lado están políticos que censuran sin titubear las filtraciones de Snowden y piden que se le castigue con mano dura; y por otro están aquellos que no ocultan su perplejidad ante lo que ha revelado y admiten que, en materia de vigilancia ciudadana, se hallaban detrás del palo. Incluso mis colegas periodistas se alinean en bandos distintos sobre el asunto. Los simboliza el Washington Post, cuya junta editorial le pidió a Snowden que negocie su entrega a la justicia norteamericana y exigió que cese la divulgación de lo que sopla, en una crítica directa a su propio departamento de noticias.

Snowden no es precisamente una damisela encantadora. Cada vez que abre la boca exhala un ego que no brinca ni una cabra amaestrada. Algunas de sus justificaciones éticas no resisten un escrutinio serio. Y él mismo ha comprometido aquellas que parecían resistirlo, al intentar protegerse bajo el ala de autócratas que no respetan ni la libertad de prensa, ni la libertad de expresión, ni mucho menos el derecho de sus pueblos a saber lo que hacen, principios todos que ha invocado para justificar sus denuncias. Por inconsecuencia o miedo a represalias, ha carecido del valor suficiente para defender sus convicciones en EEUU. Y eso en parte explica el recelo hacia él de muchos de sus compatriotas.

Pero lo prudente y sabio para los norteamericanos sería abstraer del dudoso comportamiento de Snowden para examinar bajo la lupa lo que ha denunciado. Una cosa es su personalidad contradictoria y otra muy distinta su detallada exposición de que nuestro gobierno, en el comprensible afán de combatir el terrorismo, se ha embarcado en una compleja aventura de vigilancia de nacionales y extranjeros que no había justificado ante nosotros, los gobernados. Gracias a sus filtraciones, el país ha iniciado un profundo debate nacional sobre el alcance y la conveniencia de los programas secretos que vigilan desde nuestros correos electrónicos y postales hasta nuestras comunicaciones telefónicas. Pudo y debió haber sido de otra manera. Dos presidentes y varios legisladores influyentes pudieron y debieron haber intentado acreditar públicamente la existencia de esos programas.

En lugar de ello, nuestros gobernantes han dejado pasar el tiempo, comprometiendo su credibilidad, sin asumir adecuadamente la responsabilidad de justificar la vigilancia secreta. Ante la creciente preocupación de que se realiza sin los frenos y contrapesos adecuados, el gobierno nos ha pedido que confiemos en su palabra de que existen y se aplican. A lo sumo, ha puesto de ejemplo a la corte secreta que autoriza la vigilancia. Pero ese ejemplo ilustra exactamente lo contrario. La corte se compone de jueces a los que aprueba, mediante exámenes de antecedentes a ellos y sus familiares, la propia comunidad de inteligencia a la que se supone que vigilen. Solamente el gobierno y sus aliados pueden presentar alegatos ante ella, nunca la otra parte, ni tampoco organizaciones cívicas que supervisan al gobierno. Un resultado previsible es que apenas ha negado 11 órdenes de vigilancia de casi 34,000 que le ha solicitado el gobierno desde 1979.

El miedo al terrorismo y el desprecio a los terroristas contribuyen a que muchos norteamericanos parezcan resignados a la vigilancia secreta sin recibir mayores explicaciones oficiales. Se imaginan que la cosa no va con ellos. O parecen dispuestos a dejarse fisgonear a cambio de seguridad. A ellos les dedicó Benjamin Franklin su famosa advertencia de que “aquellos que renuncian a la libertad esencial para obtener un poco de seguridad temporal, no se merecen ni la libertad ni la seguridad”. El gobierno siempre está a tiempo de atenuar esa falsa disyuntiva defendiendo en público, con argumentos convincentes, los programas de vigilancia, aunque sea con un ápice del celo que muestra en perseguir al hombre que los denunció.

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