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domingo, 10 de febrero de 2013

Excelentísimo


Francisco Febres Cordero. EL UNIVERSO

Si algo hemos aprendido de revolución ciudadana es el respeto que se debe tener a la primera autoridad del Estado.

Y es que los presidentes anteriores eran una pendejada, francamente: andaban en un solo auto, por toda custodia les acompañaba un edecán, no tenían avión privado o si tenían era un viejito que volaba a pie, no contaban con helicóptero propio ni con un séquito de guardaespaldas siempre atentos al menor desplante de cualquier ciudadano, para capturarlo y enseñarle que al jefe del Estado no se le maltrata ni con el pétalo de una rosa.

Definitivamente no había cultura cívica. Y es que, claro, el país no estaba fundado y, por lo tanto, el pueblo no había adquirido la práctica de mostrar sumisión a la primera autoridad del Estado, y aceptar sus designios como la única ley.

Por suerte, la revolución ciudadana ha logrado inaugurar la historia y situar a la jerarquía en su real dimensión. Hemos tenido un presidente que nos ha enseñado a valorar el cargo que ejerce y, a pesar de andar vestido con unas horribles camisas étnicas, su dignidad va más allá porque, entre otras cosas, tiene prohibido que nadie más de su gabinete las use: ese es un don privativo del jefe y solo él tiene el derecho de andar como mamarracho, si le da la gana.

Después, él invoca sistemáticamente la majestad del poder, que ha sabido encarnar con excelencia, sometiendo a las demás funciones del Estado y nombrando a su criterio jueces, fiscales y todo mismo, al amparo de su omnímoda voluntad. Por eso, si quiere meter preso a alguien, le mete nomás; si quiere sacarlo, le saca nomás; si quiere sentenciarlo, le sentencia nomás; si quiere insultarlo, le insulta nomás; si quiere homenajearlo, le homenajea nomás. Y si quiere darle a su primo permiso para que se vaya al matrimonio de su hijito que se casa en Miami, le da nomás.

¡Eso es pues ejercer la autoridad con excelencia! ¡Eso es saber mandar con excelencia! Y por eso nosotros, cabizbajos ante su sola presencia, temerosos de provocar su ira santa ante la palabra más inocua o el mínimo gesto que podría contrariarlo, debemos invocar la dignidad que ostenta como se merece. Chuta, pero ahí está el lío: ¿cómo será de llamarle? No, eso sí que no les acepto. ¡Cómo le vamos a llamar Rafi I! ¡Qué horrible! Parece nombre de papa.

Es que ya no quedan muchas opciones francamente, porque otros se adelantaron y nos ganaron los posibles nombres, que a nuestro presidente le quedarían chéveres: Presidentísimo por la gracia de Dios, El Supremo, El Gran Bonificador, El Joven Luchador, y hasta Papá (pero no Papá Doc, como el que sabemos, sino Papá Ecoc, con un título que nues chiviado, por suerte).

En realidad, para nuestro líder, imbuido de todos los poderes terrenales y hasta algunos celestiales, le queda un único título que lo personaliza y le calza por su manera de interpretar las leyes a su sabor, de dictar sentencias, de premiar a sus áulicos, justificar todas sus triquiñuelas –aun las más abyectas– y castigar a sus detractores: Excelentísimo.

Lo demás puede venir por añadidura, a gusto del cliente: Dictador, Jefe Supremo. O bueno ya, Compañero, como le llaman sus siervos. Lindo queda: Excelentísimo Señor Compañero Presidente.

Pero ques Excelentísimo, es Excelentísimo.

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