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jueves, 20 de diciembre de 2012

Antídotos para un mal social


Vicente Echerri. EL NUEVO HERALD

El asesinato de una veintena de niños y siete adultos la semana pasada en Newton, Connecticut, ha consternado y ha hecho reflexionar a toda la nación. Aunque no es el primer caso y ni siquiera el que más muertes haya ocasionado, la inocencia de la mayoría de las víctimas y la reiteración, casi en vísperas de Navidad, de un crimen tan gratuito como bárbaro, ha afectado notablemente a la ciudadanía y ha puesto a todo el mundo en ánimo de buscar explicaciones y soluciones.

Esta columna será, pues, una más. Vendrá a sumarse a todas las opiniones que se han escrito en los últimos días — tanto de expertos como de legos — y a los comentarios de otros medios de difusión, así como a las discusiones en torno al tema que tienen lugar ahora mismo en aulas, dependencias gubernamentales, oficinas, talleres y en el seno de las familias. Si algo bueno ha tenido este episodio de horror es que ha puesto sobre la mesa de todos no sólo el problema del acceso a las armas de fuego y la urgente necesidad de controlarlo, sino también la cultura de la violencia en que vivimos, la incomunicación e incluso la disfuncionalidad de un inmenso número de familias, el autismo social en que parecen inmersas las últimas generaciones, así como la falta de apoyo institucional para el tratamiento y la reclusión de adolescentes desequilibrados, como son todos o casi todos los autores de estas matanzas. Aunque esto suene a lugar común, lo que hemos visto la semana pasada (y en varias ocasiones en los últimos años) es el síntoma de una sociopatía cuyo remedio a todos concierne.

Cada vez somos más los ciudadanos de este país que creemos en la necesidad de que el Estado ejerza un mayor control sobre la venta y tenencia de armas de fuego (en particular de los llamados fusiles de asalto o subametralladoras). Siempre que ocurre una desgracia como la de esta escuela de Connecticut, surge, con mayor vehemencia, la interrogante: ¿Por qué esta facilidad con que se adquieren en Estados Unidos armas potencialmente tan letales que, con harta frecuencia, van a parar a manos de un loco homicida? Los partidarios de la irrestricta libertad para adquirirlas la defienden al amparo de la 2da. Enmienda de la Constitución, aprobada como parte de la Declaración o Carta de Derechos (Bill of Rights) de Estados Unidos el 15 de diciembre de 1791.

No es menester argüir lo mucho que han cambiado las cosas en este país desde entonces, como ha cambiado el poder y alcance de las armas de fuego. El principio detrás de ese derecho consagrado por una enmienda constitucional es el de la prerrogativa del hombre libre de armarse y, de ser necesario, defenderse contra la posible opresión del Estado. Muy cerca estaba entonces la experiencia de los minutemen que fueron pioneros de las milicias que se alzaron contra los británicos en la guerra de Independencia. Por la misma época, y a lo largo del siglo XIX, la aventura de los pioneros en la expansión y colonización del Centro y Oeste de los Estados Unidos hacía de las armas una herramienta de supervivencia, tanto para la caza de animales salvajes como para defenderse de bandidos e indios. Desde hace mucho, la organización social hizo prácticamente obsoletos estos peligros, al tiempo que la disparidad entre el poder militar del Estado (el más formidable de la historia) y el armamento de que puedan disponer los civiles en este país es tan grande que ridiculizaría cualquier intento de defensa si mañana se implantara aquí una tiranía totalitaria.

Se impone, creo yo, que las instituciones del Estado controlen la fabricación, venta, distribución, compra, tenencia y portación de armas de fuego, y que proscriban el acceso a los fusiles de asalto. El presidente Obama y algunos legisladores de su partido ya han anunciado una iniciativa en ese sentido para cuando se reúna el próximo Congreso en enero. Pero el problema no termina aquí. Se precisa alterar el clima de enajenación y de violencia virtual en que han vivido los niños y los jóvenes de este país durante las dos últimas generaciones, así como romper — con la contribución mancomunada del hogar, la escuela y la comunidad religiosa — el aislamiento social que acentúa todo ese montón de cachivaches electrónicos que, con el pretexto de comunicar, mantienen a tantos en un estado cercano a la idiotez. Familia y sociedad han de observar y atender también el perfil psicológico de los más jóvenes y determinar tratamiento y reclusión preventiva para los que muestren precoces rasgos de sociópatas. El desacreditado manicomio tiene de nuevo una utilísima razón de existir.

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