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jueves, 18 de octubre de 2012

Una consigna peligrosa


La idea de que el gobierno debería administrarse como un negocio reposa en una esencial incomprensión de las funciones respectivas que tienen gobierno y negocios, por lo menos en una democracia como la nuestra.

Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD
No es por gusto que los norteamericanos avispados le llaman a la época electoral silly season, la temporada tonta. Basta con escuchar la propaganda de los candidatos para caer en la cuenta. Pero a tontería electorera nada le gana al uso y abuso de los eslóganes. Pongo por caso lo de “el gobierno debe administrarse como un negocio y al mando hay que colocarle un CEO (Chief Executive Officer)”. Se lo he escuchado a demócratas en el pasado. Y a muchos republicanos ahora que su candidato a la presidencia, Mitt Romney, es, precisamente, un hombre de negocios. Se trata de un lema no solo tontorrón y falaz, sino también peligroso, al que conviene refutar antes que prenda en las mentes enajenadas, en el sentido de desconectadas de la realidad política, de muchos votantes. A Romney se le debe evaluar principalmente como político.

La idea de que el gobierno debería administrarse como un negocio reposa en una esencial incomprensión de las funciones respectivas que tienen gobierno y negocios, por lo menos en una democracia como la nuestra. Los negocios son pequeños, medianos o grandes sistemas jerárquicos y autoritarios cuya misión fundamental es hacer dinero para sus propietarios y accionistas. Sus ejecutivos suelen ser figuras autocráticas cuyas decisiones por lo general no discute el pueblo, es decir, los empleados. A lo sumo, esos ejecutivos responden por sus acciones, cuando responden, a una junta directiva o a un grupo más o menos reducido de accionistas que solo exigen resultados. Y el resultado que más exigen es viruta. Ante esa exigencia elemental, los ejecutivos tienen carta blanca para congelar o reducir los sueldos y beneficios de los empleados. Y para ponerlos de patitas en la calle. Sin la menor contemplación.

El gobierno, en cambio, tiene la misión esencial de fomentar el bien común y proteger a los gobernados de amenazas externas e internas, incluyendo las amenazas de la ignorancia, el desempleo, la pobreza y el desamparo. Como parte de esa misión, el gobierno está obligado a operar agencias que brindan servicios básicos, pero que no rinden ni pueden rendir dividendos económicos, tales como los de enseñanza pública, atención médica, protección policial y militar y servicios de bomberos. Una corporación puede eliminar en cualquier momento un departamento o una franquicia que le dejan pérdidas. Un gobierno, en cambio, no puede prescindir de las costosísimas agencias que prestan servicios esenciales a la población.

Siempre conviene, desde luego, discutir si ciertas funciones tradicionales del gobierno serían más efectivas si las desempeñasen empresas privadas. Pero esa discusión se debe hacer con sentido práctico y transparencia, no mediante chanchullos ni rígidos presupuestos ideológicos como los que utilizan hoy muchos profetas de la privatización. Y cualquier empeño de privatizar una agencia gubernamental debería acometerse con el claro propósito de mejorar el servicio y la calidad de vida de los gobernados, no meramente para hacer plata. Ni tampoco para que esa agencia cubra sus gastos de operaciones. En su encomiable The Decent Society, el filósofo israelí Avishai Margalit nos ha legado una regla de oro de las instituciones, públicas o privadas, que son deseables para la democracia: aquellas que funcionan para ayudar a la gente, no para humillarla. Lamentablemente, para sobrevivir o hacer pasta, los negocios, sus propietarios y sus ejecutivos a menudo humillan a sus competidores y a sus empleados. Y eso es algo que nunca deberíamos tolerarle a nuestro gobierno. Ni a nuestros gobernantes.

Hay, desde luego, regímenes que en la actualidad se administran como negocios. Son los neofascistas como el chino y el vietnamita. Si pudiera, la familia Castro le impondría esa clase de régimen a la pobre Cuba. Pero, como sostiene RP Kindelán, hasta el momento el único chino en Cuba es Raúl Castro. Estoy seguro de que pocos norteamericanos, sean éstos demócratas, republicanos o independientes, soportarían un gobierno de esa calaña. Estados Unidos no necesita CEOs en la presidencia. Necesita líderes políticos que nunca humillen a los ciudadanos.

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