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viernes, 10 de agosto de 2012

Discrepancia de la autoridad


Mario J. Viera

De acuerdo con las tres primeras acepciones del Diccionario de la Real Academia, la autoridad es “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho” (primera acepción). Autoridad en la segunda acepción significa: “Potestad, facultad, legitimidad” y, finalmente, autoridad es “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. Al mismo tiempo se reconoce a la autoridad como vinculada al poder del estado, siendo de hecho una manifestación de dominación, por lo que, sin sometimiento, sin obediencia acatada o impuesta no hay autoridad.

¿Se puede discrepar de la autoridad? Asumiendo los riesgos que impone la oposición a la autoridad, es legítimo, en determinados casos, discrepar y hasta oponerse a la autoridad,  asumiendo la forma y las actitudes de la desobediencia civil. Se puede discrepar y aun negarse a acatar los postulados de una ley que se considere injusta o discriminatoria o que choque con los principios éticos o ideológicos de un determinado sector de la sociedad. Resulta del todo legítimo, aunque tal vez no legal, discrepar y oponerse a la autoridad usurpada por un poder dictatorial. En este caso, la discrepancia puede manifestarse por declaraciones públicas, por actos de resistencia pasiva o mediante el recurso de la insurrección.

El tema de la autoridad o de la discrepancia de la autoridad lo traigo a colación luego de haber leído un artículo aparecido en Granma bajo el título “Autoridad de la discrepancia” debido a la pluma de la periodista oficialista Anneris Ivette Leyva.

La reportera de Granma intenta acicatear a aquellos del oficialismo que poseen el “poco empeño para sostener argumentos divergentes, el temor a desentonar en un colectivo, la conveniencia de no entrar en desacuerdo con el ‘nivel superior’” planteado dentro de los cumplimientos de los lineamientos económicos trazados en el Sexto Congreso del partido totalitario impuesto en el poder y único legalmente reconocido por el gobierno y por la vigente Constitución socialista.

Haciendo la advertencia previa de que “lo ha reconocido la máxima dirigencia del país”, la escribiente asegura que “bajo la necesidad de mantener incólume un consenso nacional (…) como principal arma defensiva ante un escenario de perenne agresión contrarrevolucionaria, llevaron a escuchar con suspicacia cualquier voz discrepante y, por momentos, aun con las mejores intenciones, a confundir el camino de la unidad construida desde lo diverso por el de la unanimidad esquemática”.

Cuando alguien se atrevía a discrepar del rumbo que llevaba la revolución dirigido a la creación de un estado comunista se le endilgaba de inmediato el mote de contrarrevolucionario, lo que equivalía a algo así como los estigmas con que marcaba la Inquisición a los herejes en su camino hacia la hoguera. No se trataba de suspicacia, sino de intransigencia ante “cualquier voz discrepante” imponiendo “la unanimidad esquemática” característica de todo estado totalitario, unanimidad que se repite periódicamente en las breves reuniones de la Asamblea Nacional del Poder Popular.

Según la opinión de la periodista de Granma, esa esquemática unanimidad nunca fue el espíritu de la “revolución”. ¿Será cierto? Para calzar este, su aserto, la cronista cita unas palabras de Fidel Castro pronunciadas tras su arribo a La Habana el 8 de enero de 1959 ─ siempre hay que acudir al Magister dixit como amparo ante cualquier desliz ─ : “Engañar al pueblo, despertarle engañosas ilusiones, siempre traería las peores consecuencias (...) cuando no tengamos delante al enemigo, cuando la guerra haya concluido, los únicos enemigos de la Revolución podemos ser nosotros mismos…”

¡Cuanta verdad hay encerrada en esas palabras pronunciadas con fuerza demagógica por el Dalton criollo! La revolución sería traicionada por la gavilla serrana. Engañaron al pueblo cuando aseguraban que su revolución no era comunista, cuando afirmara el propio Castro durante el juicio a Huber Matos que quien acusara a la revolución de comunista era contrarrevolucionario. Con su populismo oportunista ─ los populismos tienen fuertes tintes de oportunismo ─ los usurpadores del poder despertaron “engañosas ilusiones” en el pueblo, ilusiones que nunca se materializarían y tras la traición, los únicos enemigos de la revolución fueron ellos mismos. El castrismo es de hecho la contrarrevolución erigida en poder.

El leitmotiv del artículo lo expresa su autora: “la incapacidad para erradicar los errores pasados y en los que pudiéramos incurrir, constituía la mayor amenaza de nuestro proyecto social”. Proyecto social fracasado en la práctica e incapaz de erradicar los dislates sobre los que se estableció. Quienes pudieran erradicar los errores pasados y los nuevos en que se incurran, son los que discrepan de la autoridad impuesta manu militari en Cuba; pero esos no son considerados como interlocutores en un diálogo en la diversidad. Ellos, para el castrismo, no cuentan, no poseen voz y hay que reprimirlos, aplastarlos, denigrarlos como mercenarios; para ellos no tienen sentido las palabras de Raúl Castro citadas por la redactora del Granma: “Es preciso acostumbrarnos todos a decirnos las verdades de frente, mirándonos a los ojos, discrepar y discutir, discrepar incluso de lo que digan los jefes, cuando consideramos que nos asiste la razón…” y siempre, aun hasta para los oficialistas, dentro de determinadas condicionantes: “en el lugar adecuado, en el momento oportuno y de forma correcta”.

Llámese “reformas” o “actualizaciones” como se quiera referir a las medidas de “corrección” que intenta imponer Raúl Castro, el país continuará en el despeñadero continuará el inmovilismo, continuará la imposición de la autoridad totalitaria bajo el accionar de la seguridad del estado y la movilización de esquiroles actos denominados de repudio.

Me adueño del último párrafo del artículo “Autoridad de la discrepancia”:

Saber callar es un acto de sabiduría cuando la idea poco aporta o no viene a lugar esgrimirla; pero aplicar la máxima sin discriminar el caso puede empujarnos hacia el terreno cenagoso del inmovilismo y la apatía. Las palabras, incluso las no dichas, nos hacen responsables de sus efectos”.

Sí, el discrepar de la autoridad es también un derecho del ciudadano. Ante la ilegitimidad no se admite el silencio de los pusilánimes.

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