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sábado, 28 de julio de 2012

P is for President (Mi Payá personal)


Orlando Luis Pardo Lazo. DIARIO DE CUBA

Funeral de Oswaldo Payá Sardiñas. Foto de O.L. Pardo Lazo

El destartalo del paisaje citadino llega hasta el portón mismo de la parroquia, en un barrio árido de El Cerro. "El Salvador del Mundo", se anuncia en un mural a imagen y semejanza del desierto incivil allá afuera. Y uno piensa, sonámbulo antes de que salga el sol: qué pobre es cualquier forma de expresión en este país...

En los bancos del parque amanece lento. A las 8 am debía comenzar el velorio, pero solo hay brigaditas obreras que ese lunes se empeñan en maquillar décadas de decadencia: cortacéspedes, fumigadores, basureros que como las patrullas pasan y pasan sin recoger nada. Todos fingen normalidad. Es 23 de julio y Oswaldo Payá Sardiñas desde ayer es cadáver. Se lo habían prometido de palabra y con atentados a los que sobrevivió sin notarlo. No importa quién o cómo se lo cumplió. La idea es que no haya Nobel de la Paz en Cuba si Fidel Castro no obtiene ese premio antes.

En una secuencia pesadillesca, el cuerpo de Payá, con 60 años y miles de firmas recogidas para refundar nuestra nación, se rompió allá lejísimo, en la provincia de nombre que no existía antes de la Revolución: Granma... Un accidente entre desconocidos, europeos con ínfulas presidenciables que ahora serán cualquier cosa excepto testigos de la verdad. Una catástrofe sin la protección de su familia valiente y hermosa, cerca de ese Bayamo mortífero del Himno Nacional. El fin de toda una era de equilibrio engañoso entre disidencia y verdugos: una declaración de guerra, aunque parezca exagerado. Y ante tanto espanto, a los primeros curiosos no nos queda sino especular lo que ni el Cristo de los Demócratas se atrevería a teclear ahora aquí: si fue un descuido o un timonazo asesino a sueldo, si falleció sin sufrir en el acto o acaso pudo ver con terror la cara de los paramédicos o paramilitares o ambos, si se arrepintió o asumió su martirologio sin la última tentación de traicionarse a sí mismo.

El coche fúnebre viajó desde Oriente a La Habana bajo un sol insultante y sin las medidas óptimas de conservación (o vino en secreto en avión y la demora fue solo una treta para presionar a sus familiares: vivir en Cuba tiene mucho de esa ficción policial). En los sms que recibíamos y reenviábamos como autómatas, el velorio se pospuso hasta las 11 am, y luego hasta la hora secreta en que la Seguridad del Estado lo permitiera, ya a media tarde, cuando, entre más móviles que lágrimas, la caja de Oswaldo fue entrada a ras de la muchedumbre.

Para entonces el templo acogía casi un congreso espontáneo de la oposición cubana, desde sus líderes más mediáticos hasta los anónimos agentes infiltrados de última generación. El operativo de control por esta vez jugaría a no interferir con el ceremonial y concedieron todo lo que su viuda pidió (excepto que su amor durante 26 años resucitara). Los aplausos estallaron incontenibles cuando el féretro avanzó, en un consenso insospechable minutos antes, borrando rencillas y caudillismos, luciendo así lo mejor de cada cual ante la memoria del buen hombre que avizoró como nadie la tierra prometida y, para no desmentir a la Biblia, por eso mismo no alcanzó a habitarla.

No era un velatorio privado, pero cada vez que se sentían invadidos, forzudos jóvenes eclesiásticos limitaban la labor de las cámaras, coaccionándonos para no disturbar el "sufrimiento de la familia". Un dolor dignísimo y más real que ningún otro sentimiento que yo recuerde ahora en mi vida. Pero un dolor en público y no de puertas adentro. Es decir, una pena que necesitaba ser captada en toda su belleza y barbarie, en toda su fuerza y fragilidad, en toda su decencia y denuncia, hasta contagiar nuestras fibras más dormidas, para que el mundo entendiera la debacle que acababa de ocurrir en la Isla: otra muerte en cuya naturalidad ni la propia muerte confía.

Cuando los gritos de "¡Libertad, Libertad!" ya ponían nervioso al párroco, con un gesto se le imploró a la esposa que aplacara ella al rebaño. Y Ofelia cumplió en nombre de Oswaldo, tomando por primera vez los micrófonos, y fue obedecida en el acto. Pero tal vez su esposo hubiera preferido que nunca acabase aquella música de las gargantas y manos, aquella explosión de simpatía que iba de lo íntimo a lo social, aquel plebiscito instantáneo entre la indignación y lo revolucionario: no faltó nada entonces para cortar de cuajo tanto misal de resignación y apropiarse de su cadáver augusto para tomar por asalto la Plaza.

Tal vez el Movimiento Cristiano Liberación jamás había contado con un quórum así y esa tarde póstuma, entre la tristeza y el temor, debió despedir a su líder con algo más que incienso y rosarios. Un instante después del silencio, era obvio que los miles allí congregados nunca protagonizaríamos nada dentro del pueblo, y que el fallecimiento de Oswaldo Payá Sardiñas se diluiría en las estadísticas gubernamentales de la División de Tránsito.

Las emisoras extranjeras se amontonaban en línea de espera en mi teléfono celular, mientras yo cronicaba de tweet en tweet tratando de ser los ojos y el corazón de una diáspora cada día más desesperada. Fui exhaustivo, terminé exhausto. Hice once millones de fotos y clips de video, acercándome al altar mayor donde posaba el ataúd con coronas de flores y una bandera, pero sin sumarme nunca a la fila infinita que durante horas dio el pésame a su familia.

Cuando estuve peligrosamente encima de Oswaldo Payá Sardiñas, vi su rostro con los moretones reminiscentes de una pelea, un hilillo de sangre sin biografía manando de su mente de adelantado, el pecho encogido bajo la camisita cubana, su sonrisa desaparecida, sus párpados lapidados, y temblé ante los despojos de un patricio al que admiré desde mi ignorancia, y a quien defraudé antes de leerlo al no firmar su virtuosísimo Proyecto Varela y en cambio sí la momificación socialista de nuestra Constitución, exabrupto anti-constitucional con que Fidel Castro se vengó en persona de él.

Rosa María Payá habla en el velatorio de su padre. Foto O.L Pardo Lazo

Su hija Rosa María, a quien había oído por la radio clandestina como un milagro de coraje y fe en la justicia humana, me impuso tajante sin conocerme: "No quiero fotos de la cara de mi padre". Pero yo atesoraba mucho más que eso. Había conseguido llorar mansamente, conmovido por tanto desvalimiento de mis contemporáneos, seres ínfimos cuando no infantilizados, a la intemperie de un Estado incapaz de comunicarnos ya ni una sola palabra, excepto las de nuestra estigmatización por decreto (y a la familia Payá Acevedo a esa misma hora la humillaban en las redes digitales con saña de alimañas, sin que una nota de protesta vaya a salir de la Iglesia Católica ni de ninguna otra denominación).

Con la puesta de sol llegó la eucaristía y luego enseguida la medianoche honda. No había comido ni bebido nada. Tenía fatiga y la ropa enchumbada por el verano vil. Las baterías del Nokia y de mi Canon se agotaron. Fui a casa y miré a mi madre, que aún no sospechaba nada, y le di un abrazo como si de pronto fuera yo el que no regresaría más al hogar. No quiero que mi accidente me atrape sin haber dicho que amo a los que amo. Pero el totalitarismo es exactamente esa sorpresa, siempre puedes ser removido de tus espacios: de la cuna a la escuela a la beca a la brigada al barracón al buró a la cárcel al paredón a una ambulancia a la capilla al exilio al cielo a un panteón.

Regresé a El Salvador del Mundo y me tumbé sobre los bancos de la Plaza Galicia, entre los ronquidos sagrados de algunas Damas de Blanco. Dentro del templo dormían cabizbajos no pocos dolientes. Me sentí impune, indolente, y tuve ganas de remover la bandera del féretro, ese trapo heroico compartido por santos y militares. Cuba cansa. Afuera era tan bella la madrugada. Las ceibas, una uña de luna, la frialdad húmeda que empañaba los faroles mortecinos y mis pestañas: esta vez eran lágrimas sin llanto, hilillo de sal manando de mi mente de retrasado: ¿por qué permanezco en este cenotafio sin ciudadanos? Daban ganas de huir y no dejarse matar. Pero, como siempre que soy libre de tan desahuciado, me había enamorado de aquellas pocas palabras dictadas despóticamente por la desesperación, y ahora volvía a por más fotos del alma de su padre.

Amaneció martes, y no haber desayunado o acaso el clima cardenalicio me dio ganas de vomitar. Jaime Ortega y Alamino demagogió que "la aspiración a participar en la vida política de la nación es un derecho y un deber del laico cristiano" e incluso se atrevió a citar al papa Benedicto XVI que en La Habana tuvo tiempo de saludar a ateos tiránicos pero no a un laico democristiano de apellido Payá: "que nadie se vea impedido de sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus libertades fundamentales". Yo ya había oído eso en un televisorcito de calabozo, en Su Santa Misa manipulada de marzo, junto a cientos de cubanos presos con carácter católicamente profiláctico, y con la venia de su vocero Orlando Márquez en el periódico del Partido Comunista nombrado con el hexagrámaton de una muerte accidental: Granma...

Todo rito es reiteración. Bodrio, bostezo. Pero al término de la liturgia de exequias volvió a pronunciarse allí una esquirla de la verdad impronunciable cubana. Habló Rosa María Payá con más talante que medio siglo de eruditos simuladores. Acusó sin pánico, aunque estuviera apurando así su propio cadalso. Dejó el odio fuera de su discurso como testamento de veinteañera en peligro terminal. De partícula elemental devino verbo donde encarnar el honor enmudecido de esta nación. Emputecido. Los obispos miraban al infinito, sin cara, caretones de vidrio de quien no podría lanzar ni una última piedra. Y tembló entonces su madre Ofelia Acevedo, con un manifiesto que reivindicó el derecho a luchar por ser libres en Cuba desde la oposición pacífica y no perder la vida en el intento.

Minutos después, a unos metros de distancia, las turbas de respuesta rápida y la policía golpeaban a decenas de los presentes que, por pretender acompañar el féretro a pie, nunca llegaron al cementerio. Ni tampoco a sus casas.

Más que narrar la ovación cerrada de adiós en el cementerio, quisiera terminar con el horror coagulado aún sobre los testigos sobrevivientes del auto rentado donde murieron Payá y su joven colaborador Harold Cepero. De políticos europeos prometedores, Ángel Carromero y Jens Aron Modig han pasado a ser víctimas de por vida de la verosimilitud. Digan lo que digan a estas alturas del misterio y el miedo, sus declaraciones sonarán ya a tramoya, a trampa, a tortura. Lo afirmo con el sarcasmo de mi propio sacrificio involuntario: si ambos coincidieran ahora en que un platillo volador con las siglas INRI los bombardeó al salir de Bayamo, su coartada sonaría más sincera y menos carroñera.

 Los cubanos nos acabamos. Cuba nos cava. Desde esos días no consigo pegar un ojo. El insomnio es una cosa muy persistente. Descansa en paz tú si puedes, primer presidente del país que no fue. Que se nos fue.

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