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domingo, 18 de septiembre de 2011

Un artículo de la prensa oficialista de Cuba

Los enigmas de Dos Ríos
Eduardo Vázquez Pérez.

Las batallas de envergadura militar no son las que han generado más literatura en los estudios de nuestras guerras de independencia, sino encuentros menores de un alto costo político: San Pedro, donde murió Antonio Maceo, y Dos Ríos, donde, la tarde del 19 de mayo de 1895, cayó José Martí, el alma de la nueva revolución que comenzaba. Sobrecoge saber que ese día él fue la única baja mortal del Ejército Libertador.

Pero los motivos de las investigaciones son diferentes. No hay dudas de cómo tuvo lugar la muerte del Titán de Bronce. Cuando recibió la herida mortal lo rodeaban su médico y varios oficiales. Todo lo contrario ocurre con José Martí. Era el organizador del movimiento, su figura más abarcadora, un civil. Cayó en el punto más cercano a las filas españolas que cubano alguno alcanzara ese día, y solo lo acompañaba un joven de 20 años. Dos Ríos fue la primera y única acción de guerra en la que participó. Se asegura que su revólver tenía todas las cápsulas intactas. Durante más de un siglo una pregunta ha atormentado a quienes se acercan a esa extraña realidad: ¿Cuáles fueron las causas de aquel azar?

Nadie pudo dejar testimonio claro de cómo se precipitaron los acontecimientos. Dos hombres habrían podido esclarecerlo: su único acompañante, el joven Ángel de la Guardia, murió antes de concluir la guerra y solo dejó versiones orales que llegan a nosotros en tercera o cuarta vuelta del rumoreo. El coronel Francisco Blanco, «Bellito», resultó herido muy cerca del Maestro, pero la herida le causó tétanos y murió pocos días después. Esta es la primera causa del cenital misterio con que hemos contemplado la muerte de Martí.

Aspectos que han hallado respuesta en el ámbito académico aún persisten, con ingenua ligereza, en amplios sectores de la población.

En busca del terreno perdido
La columna española que combatió en Dos Ríos estaba integrada por 800 soldados y la mandaba el coronel Ximénez de Sandoval. Salió de Palma Soriano el 17 de mayo de 1895 para abastecer un fortín situado en Ventas de Casanova, no para perseguir ninguna fuerza cubana, como a veces se ha afirmado. Cumplida esa misión debía regresar a Palma. Pero la noche del 18 recibió la confidencia de que más allá de Dos Ríos se encontraba una fuerza cubana con Máximo Gómez, Paquito Borrero, Masó y Martí. Esto torció el rumbo de la historia. Sandoval decidió variar el destino y como consecuencia provocó el combate de Dos Ríos donde cayó José Martí.

Hasta el momento, las explicaciones de la acción han sido literarias. Pero, para analizar un combate se necesita conocer el terreno donde se desarrolló. Los militares dicen: «El terreno es el dictador». Pero en el Dos Ríos actual nada recuerda lo que describen los testimonios.
Obelisco en Dos Ríos que rememora la caída de José Martí en combate
Por ello, es necesario visualizar la zona como era en 1895. El único punto de referencia conservado es donde cayó José Martí[1]. Sobre este se colocó el Obelisco. El teniente del Ejército Nacional y topógrafo Rafael Lubían, en 1922, levantó croquis que situaba el lugar de la caída a 250 metros de la cerca lindero. Analizando testimonios y documentos antiguos y las evidencias arqueológicas aportadas por Valentín Gutiérrez, el cartógrafo José María Camero realizó nuevos planos de la zona.

Cualquier polígono de prácticas militares tiene una superficie mayor. En su parte más extensa, el ancho no sobrepasa en demasía los 300 metros y su longitud se encuentra sobre los mil metros. Era una finca dedicada a la cría de ganado, propiedad de José Rosalía Pacheco, un cubano veterano de la Guerra de los Diez Años. Sus límites estaban marcados por cercas de alambre, y en dirección norte se entraba por una talanquera, que fue donde se inició el combate.

Terreno llano, pero no despejado. Enmarañado, lo recuerdan los testimonios cubanos. Hablan de un sao, que el diccionario de Esteban Pichardo describe como: «Sabana pequeña sembrada naturalmente de algunos pedazos o montones aislados de arbolados o matorrales». Cuando atravesaba esta finca, la vanguardia española sostuvo disparos con una exploración cubana que vigilaba el acceso. Los cubanos se retiraron para informar de la presencia del enemigo. Eran las 11:45 de la mañana y los españoles habían andado 17 kilómetros desde el amanecer. La tropa estaba cansada y el coronel Sandoval decidió que almorzaran y descansaran. Por la tarde continuarían la búsqueda de los cubanos que, tal como imaginaba, se encontraban en Vuelta Grande, a unos cinco kilómetros, en la orilla izquierda del Contramaestre.

Máximo Gómez en busca de su primer combate
Cuando llegó la noticia de la presencia enemiga en Dos Ríos, sin mediar otra precaución, Máximo Gómez mandó a montar y salir en busca de la columna. En los análisis históricos no podemos obviar los elementos psicológicos ni el tono emocional en que tienen lugar los hechos. Reinaba un exaltado patriotismo. Primero, los conducía Máximo Gómez, una leyenda de la guerra. Segundo, minutos antes, habían escuchado el último discurso de Martí. Obnubilados aún por el resplandor de aquel verbo salieron.

Hacía 38 días que el mayor general Máximo Gómez había desembarcado junto con Martí. Era el jefe militar del movimiento, pero en todo ese tiempo no había podido contar con fuerza suficiente para dar batalla. Firma comunicaciones que insisten en la necesidad de activar las acciones y él mismo no ha podido hacerlo. El día 17, salió con su pequeña partida de 30 o 40 hombres para atacar el convoy de Sandoval, pero no lo encontró. La llegada del general Bartolomé Masó, la noche del 18, con más de 300 jinetes elevó circunstancialmente el número de combatientes. Gómez, un hombre definido por su gran movilidad, no quiso desperdiciar la oportunidad. Hacía 17 años que no dirigía una batalla. En otras ocasiones su intuición lo había conducido a victorias brillantes.

El combate
Por el camino, las filas de la tropa cubana se fueron estirando. Cuando la vanguardia, integrada por hombres de Manzanillo, al mando de Amador Guerra, llegó al Paso de Santa Úrsula, el guía dice que el río está muy crecido y que no se puede vadear por allí. Guerra ordena continuar más al sur buscando otro paso. Detrás llega Gómez y no le hace caso al guía y fuerza el cruce por allí mismo. El río crecido, márgenes escarpadas y fangosas, hacen lenta la maniobra. La columna se alargó aún más. La fuerza cubana había perdido su vanguardia, y el centro —donde marchaba Gómez— se convirtió de hecho en vanguardia. La retaguardia arribaba poco a poco y algunos nunca llegaron a cruzar el río. Una cifra imprecisa, que se calcula en menos de la mitad, fueron los que vadearon el Contramaestre. Pero arremolinados, avanzan con entusiasmo delirante.

Es curioso que la avanzadilla española que vigilaba el portón de la finca no escuchara a tiempo el tropel de los caballos que se acercaban. Eso le costó ser aniquilada en pocos minutos. Estimulado por el primer choque, Gómez continuó la carga. Pero las unidades españolas se movilizaron de inmediato y los recibieron con descargas cerradas. En medio de los primeros disparos, el jefe español movió a otra de sus compañías para el frente norte y sumaron 300 hombres en relativamente poco espacio.

Los soldados tiraban de pie o rodilla en tierra, con mejores posibilidades para tomar puntería. La velocidad de la caballería cubana hubiera podido equilibrar la balanza, pero el terreno —lleno de matorrales y árboles— no era favorable para las cargas de caballería. Para muchos de ellos era su primera acción de guerra. Máximo Gómez anotó en su diario de campaña: «La gente novicia no me siguió en la carga sostenida», y luego añade que no le fue posible apagar los fuegos nutridos de las compañías españolas «con los disparos mal dirigidos» de los cubanos.

Además de los ataques de Gómez y Borrero por el norte, hubo otros sitios donde se desarrolló la acción. La vanguardia cubana atacó la retaguardia española por su flanco izquierdo. Intentó el cruce del Contramaestre por el lugar que hoy se conoce como Paso de María. Pero los centinelas españoles, protegidos por la vegetación de la orilla escarpada, tras un corto intercambio de disparos los obligaron a retirarse. Más intenso fue el choque en el flanco derecho. Gómez mandó a desmontar a un grupo de mambises con la misión de atacar a través del bosque esa zona de la defensa enemiga. En medio del combate, Sandoval había enviado con urgencia una compañía a ocupar esta posición y la reforzó con los 23 jinetes que tenía. Hubo un fuego nutrido, pero por más que lo intentaron, los cubanos tampoco lograron forzar las líneas por esa dirección.

Se ha insistido en que fue una acción mal preparada por Gómez. En tantos años de guerra, los jefes más experimentados se equivocaron en más de una ocasión. Pero en los anales, esos errores solo se registran cuando conllevan a una derrota significativa. Si no fuera por la muerte de Martí, el combate de Dos Ríos hubiera sido un encuentro más, donde los cubanos no lograron la victoria que esperaban, pero no podría catalogarse de derrota. La macabra contabilidad de la sangre los favoreció, pues las fuerzas cubanas tuvieron seis heridos y un muerto, y los españoles cinco muertos y seis heridos.

Ahora bien, algo debe quedar claro: no hay relación directa entre la forma en que Gómez dirigió la acción y la caída de Martí.

La orden que Martí no podía obedecer
Cuando Gómez fue rechazado, se retiró para reorganizar las fuerzas. Debe haber sido al abrigo de los árboles de jatía que ya no existen. Se dispuso a ordenar una nueva carga y con ese propósito distribuyó a los hombres. Paquito Borrero atacaría por la derecha, él intentaría romper las filas enemigas por la izquierda. Se supone que entonces ve a Martí y le ordena retirarse, que ese no es su lugar, le dice.

No hay dudas de la intención de protección que tuvo la orden de Gómez. Martí era una figura demasiado importante para exponerla al fuego. Pero Martí era el jefe superior de la revolución. Gómez nunca se distinguió por el tacto de las palabras ni los tonos. En medio de la tensión del combate, con una tropa que no conoce, cuando su primer ataque había fracasado, ¿cuál sería el tono que utilizaría para decirle a Martí que ese no era su lugar? ¿Cuántas personas lo escucharían? ¿Qué pensarían aquellos campesinos que no lo conocían y que una hora antes habían escuchado su discurso inflamado, si ahora veían a Martí aguardar en la retaguardia? «Tengo la vida a un lado de la mesa, y la muerte a otro, y a mi pueblo a las espaldas», le había escrito tres meses antes a María Mantilla.

Muchas veces intentaron descalificarlo por no tener experiencia guerrera. Sentía también la presión de quienes querían alejarlo del centro de decisiones. No se iría de Cuba, dijo, hasta haber participado, al menos, en dos combates. Dos Ríos fue la primera oportunidad. El concepto del decoro de Martí como dirigente no le dejaba otra opción. Él mismo lo reiteró en muchas ocasiones: «Un pueblo se deja servir, sin cierto desdén y despego, de quien predicó la necesidad de morir y no empezó por poner en riesgo su vida».

Solo si se desconocen las condiciones del terreno y la manera en que se desarrolló el combate, se puede considerar insólito el hecho de que una vez que Martí salió a la pelea, no pudiera orientarse adecuadamente. Existe un testimonio, tan antiguo como asequible, que niega el carácter que algunos le han atribuido a la ubicación de Martí en el terreno de batalla como algo increíble: las memorias del coronel del Ejército Libertador Manuel Piedra Martel. Era entonces también un combatiente inexperto. Ansioso por entrar en la pelea, entró a rienda suelta en el polígono, pero la vegetación lo desorientó y fue a dar contra las filas españolas, donde, como él mismo escribió, «un enjambre de proyectiles nos acogió».

Otra pregunta acosa a todo el que se acerca al tema. ¿Por qué José Martí, el delegado del Partido Revolucionario Cubano, máximo organizador de la revolución,  se encontraba solo? Después que el general Gómez le ordenó retirarse, Martí debió mantenerse en la retaguardia, detrás del tan mencionado bosque de jatías o entre sus árboles, fuera del campo de visión de los combatientes. Solo, porque no se le había asignado escolta. Hasta ese momento había marchado con los pocos hombres que acompañaban a Gómez. El combate se presentó de manera inesperada y Gómez encabezó la carga y ordenó que le siguieran.

No hubo retaguardia organizada. Solo los jinetes que iban llegando después de cruzar el río Contramaestre y, sin mayor concierto, tomaban un rumbo u otro, tal como  el mencionado caso de Piedra Martel. En medio de ese confuso ir y venir de combatientes, con el estruendo de la fusilería a cientos de metros, estaría José Martí, solo, tenso y adolorido, por la ríspida orden que había recibido. En esa situación encontró a su lado al joven Ángel de La Guardia, ayudante de Bartolomé Masó, y lo invitó a ir a la carga. De la Guardia, que esa mañana había escuchado el emotivo discurso de Martí, no dudó en seguirlo. Espoleado por su honor, el Apóstol penetró en el enmarañado polígono de la muerte.

La muerte
En los días inmediatos a la muerte de Martí, numerosos periódicos reiteraron la información brindada por soldados españoles de que habían visto a Martí, revólver en mano, moviéndose de un lugar a otro, como alentando a los dispersos mambises. Como publicó el reaccionario Diario de la Marina, el 23 de mayo de 1895: «Martí murió arengando a los suyos, revólver en mano». Esto contribuye a desacreditar emponzoñosas insinuaciones. Martí no salió a morir, sino a pelear.

Todo sucedió en muy pocos segundos. Recibió tres disparos que le hicieron desde otras tantas direcciones. Por el frente, por la derecha y desde su izquierda. Aún se discute si la herida que recibió de frente, cuyo orificio de entrada estaba en el puño del esternón y una dirección de arriba hacia abajo, pudo ser hecha sobre el caballo, o si, como sostienen otras versiones, el guía cubano de la columna española lo remató cuando, agonizante, Martí se encontraba en tierra.

Hay que ver al hombre en medio del caos de sus circunstancias y en el mismo escenario del drama. Hay que comprenderlo en la encrucijada de las pasiones. Todo sucedió de manera precipitada. Fue una sucesión de sorpresas que escapó de las manos de los hombres.
NOTA DEL FANTASMA
EL FANTASMA no acostumbra a reproducir artículos surgidos de las plumas vendidas de los alabarderos del régimen disfrazados de periodistas; en este caso, el artículo presente trata un tema importante en la historia de Cuba, sin las desviaciones ideológicas presentes en los escritos de otros empleados del Comité Central. Que no digan luego que no damos cabida en este blog a artículos de la prensa amarillista de Cuba. Si son serios como el presente...Se reproducen. ¡No faltaba más!


[1] En sus Memorias de la guerra, escribió el general cubano Loynaz: - “Llegué el 10 de octubre de 1895 al histórico campo de Dos Ríos. Traía el encargo del presidente Cisneros (presidente de la República en Armas) de determinar exactamente con información local dónde cayó el Apóstol de la Independencia, y allí enterrar en una botella un acta en que así constase (...) Nos acercamos al bohío ocupado por la familia del Capitán y Prefecto de Dos Ríos, José Rosalío Pacheco, fanático adorador de Martí. Él me llevó al sitio fatal (...) Allí se levantó la cruz...” (Osviel Castro)

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