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lunes, 25 de julio de 2011

Dos cubanos

Alejandro Armengol


De convertirse en ley una enmienda del legislador David Rivera, aprobada por el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, entrarían de nuevo en vigor las restricciones de viajes a Cuba establecidas por el gobierno del ex presidente George W. Bush.

Uno puede estar a favor o en contra de la medida. Pero ello no impide reconocer que el legislador Rivera está cumpliendo con la voluntad de quienes lo eligieron. Lo que no se puede pasar por alto es que este político se impuso en las urnas, y antes de ser elegido para ir a Washington, sus actitudes, opiniones y conductas eran ampliamente conocidas en esta comunidad.

Así que el exilio de Miami podría llegar a recibir lo que quiere, por lo que varios legisladores vienen años luchando y ganando elecciones una y otra vez. Se trata de uno de los ejemplos más simples de democracia, según se entiende en Estados Unidos.

Ahora bien, ¿toda la comunidad exiliada quiere eso? No hay que apresurarse a contestar esa pregunta. Parece que aquí la democracia funciona para unos, pero para otros no. Lo que está a favor de los resultados electorales es que, en un sentido general, reflejan la opinión de la mayoría de los votantes. Lo otro es que en este país no resulta difícil votar, luego de cumplir una serie de requisitos mínimos. El principal: ser ciudadano norteamericano.

Sin embargo, en el caso de los exiliados residentes en Estados Unidos, la situación es un poco más compleja. Porque para elegir a quienes van a influir o determinar las medidas que afectan a cualquier cubano, hay que dejar de serlo.

Es posible afirmar que las acciones de los actuales congresistas cubanoamericanos reflejan el sentir de la mayoría de los ciudadanos norteamericanos de origen cubano. No hay problema en ello, solo que este enunciado no puede extenderse a toda la comunidad cubana, decir que es sinónimo del pensar y parecer de todo exiliado.

Hay dos características más de ese proceso democrático, que durante años ha llevado a que más de un millón de exiliados esté representado por un grupo de legisladores de ideas invariables a través de los años, al tiempo que se ha ido transformando la base no de electores, sino de residentes a los que supuestamente representan.

Una es que esa tendencia dentro del exilio cuenta con una poderosa maquinaria de cabildeo y un fuerte poder político, capaz de influir o incluso decidir la política de una superpotencia hacia el país de origen de sus miembros. Capacidad e influencia que tiene un límite –y que en más de una ocasión ha sido utilizada como pretexto más que como resultado–, pero que indudablemente afecta en algunas decisiones que hacen más fácil o más difícil la vida para quienes viven en Miami o en Cuba. Tendencia que sólo es comparable al cabildeo judío, que le sirvió de modelo, en Washington.

Curiosa esta distinción que se establece cada vez con más fuerza dentro del exilio cubano en Miami, donde el nacionalismo y la preocupación por el futuro de Cuba ha abrazado la bandera de adoptar una ciudadanía extranjera. Eso por una parte. Por la otra, miles de inmigrantes llegados en los últimos años que han reducido el concepto de patria al entorno familiar. Por sus vínculos con quienes viven en la isla, gustos y actitudes, representan mejor la cubanía actual. Pero aquellos que llegaron antes –que por décadas han fundamentado sus valores patrios en una quimera– son quienes tienen más posibilidades de actuar en la política respecto a Cuba.

La segunda característica es que no siempre democracia es sinónimo de lo mejor. Sobre todo, cuando se le reduce al terreno local, de parroquia o enclave. Si se hubiera respetado plenamente la democracia, los deseos del sector más poderoso de ciertas comunidades y la actuación de los políticos democráticamente electos, todavía existiría segregación racial en varios lugares del sur del país.

Sin embargo, en el caso de la comunidad cubana las diferencias no llegan a esos extremos. Se trata de otro tipo de fenómeno. En comparación con los logros políticos de los primeros exiliados, las generaciones llegadas después de 1990 demuestran un gran retraso. Da la impresión de que los nuevos inmigrantes tienen menos interés y capacidad en ese terreno. Al principio, las candidaturas tuvieron que transformarse debido a la llegada de gran número de inmigrantes. Ahora son los nuevos votantes quienes tienen que adaptarse a los candidatos.

A diferencia de quienes salieron primero de la Isla, el refugiado que se establece en esta ciudad a partir de 1980 está obligado a adaptarse a una comunidad antes que a una nación. Y lo que es peor, vive en un ambiente donde se considera a Miami como si fuera un país. La asimilación establece la necesidad de convertir a la ciudad en una nueva patria, sumarse a una sociedad ya creada, en la que se participa pero donde se comparte muy poco poder político. La independencia reducida a asistir a un concierto de un artista de la isla. A esto se une la “saturación política” de los recién llegados: un cansancio de discursos, retórica y consignas que lleva a un rechazo generalizado a cualquier proceso de participación ciudadana.

La integración tiene un precio. ¿Se reducen las nuevas generaciones de exiliados a ciudadanos que prefieren buscar la manera de adaptarse o esquivar una política antes de cambiarla, tal como ocurre en Cuba? La respuesta se define en las urnas.

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