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martes, 14 de junio de 2011

Un capítulo de la novela en preparación "Tormenta Roja"

Mario J. Viera


Fue una gran sorpresa la que Margarita recibiera aquella mañana. Apenas cinco minutos antes había llegado el Moro a la casa de  huéspedes preguntando por ella.

-Te quieren ver, Margarita ─ le anunció.

Margarita vio primero a la recia figura de el Moro, que le aguardaba en la antesala de la vivienda con una sonrisa en sus labios. Acto seguido un joven, algo grueso, vestido con el uniforme de los empleados de la Cooperativa de Omnibus Aliados, se presentó ante ella. Reconoció enseguida a quien pertenecía el rostro regordete y sonriente que se le mostraba bajo la gorra de plato. De seguidas, Margarita les hizo entrar a su habitación. Ya allí, el recién llegado se despojó de la gorra y tomó asiento en el borde de la cama.

-Hoy me ha estado maltratando el asma ─ dijo con voz opaca ─; pero quería encontrarme personalmente contigo.

Extrajo del bolsillo de la camisa un papel doblado y se lo alargó a Margarita.

-Necesitamos, Margarita, que regreses a Santiago. Cuando llegues allá tendrás que localizar a David y entregarle, personalmente, en sus manos, esta carta. De más está decir que es sumamente arriesgado hacer lo que te mandamos. David está muy perseguido… ¿Algún inconveniente?

-Ninguno ─ afirmó Margarita con aplomo ─ ¿Cuándo debo salir?

José Antonio, que en efecto era el recién llegado le sonrió con simpatía.

-Hoy estamos a cinco de marzo… Martes ¿verdad? ─ no esperó respuesta ─ El próximo viernes, a las dos de la tarde tomarás el ómnibus para Santiago…

Hizo un gesto al Moro.

-Toma el pasaje que te está dando el Moro… Ya habíamos hecho la reservación.

Se puso de pie. Sonrió amablemente a Margarita. Se colocó de nuevo la gorra.

-Es muy importante que David reciba esta nota, a más tardar el día trece…

-Descuide… Haré hasta lo imposible para ver a nuestro amigo.

-Lo sé, Margarita, lo sé. Si Dios lo permite nos volveremos a ver… Si no…

Movió la cabeza con cierta tristeza y abandonó la habitación.

Margarita quedó sola.  De pie, en medio de su habitación.  Había aceptado la misión que el líder del Directorio Revolucionario acababa de asignarle. Sabía que era una tarea no sólo importante sino también peligrosa y…, además….  Un sentimiento triste la embargó repentinamente. “¿Y Alberto?” ─ se preguntó. Ir a Santiago de Cuba significaba que estaría separada por, no sabía cuánto tiempo, de Alberto. No le sería fácil convencer a sus padres que le permitieran regresar a La Habana.  Tenía que ver a Alberto. Informarle. Decirle que estarían separados por largo tiempo, ¿Cómo lo tomaría él? El comprendería, se dijo, porque está cargado de ideales y todo dispuesto al sacrificio; pero ella… ¿Hasta donde era ella misma capaz del sacrificio? No había pensado en la posibilidad de la muerte, la muerte no era un factor dentro de sus ecuaciones mentales; pero su vida interior, sus sentimientos, sus impulsos anímicos sí los había considerado y sentía el temor de verlos sacrificados en la pira de la revolución, barridos por la tormenta que estaba desencadenándose y que amenazaba con barrerlo todo, hasta los más íntimos sentimientos.

Alberto había ido a verla sobre las ocho de la noche de ese mismo día.

-Tengo que decirte algo… Demos un paseo...

Le dijo ella y salieron caminando hacia La Rampa.  Entraron en un bar que por nombre tenía “la Zorra y el Cuervo”.  Ocuparon una mesa. Alberto pidió un Ron Collins y Margarita tomó un daiquirí.

-Me han pedido que regrese a Santiago…

Alberto le miró interrogante.

-Fue el propio José Antonio… Quiere que le entregue una carta a Frank…

Bebió Alberto un sorbo de su trago.

-¿Regresarás después a La Habana?

Se ensombreció la expresión del rostro de Margarita.

-Eso no lo sé… Quizá me sea muy difícil regresar… al menos por un tiempo...

Alberto guardó silencio. Parecía meditar. Luego tomó las manos de la muchacha entre las suyas.

-Yo… yo te amo intensamente ─ le dijo.

Sus ojos fijos en los de ella pareciendo como si aquilatara lo que quería decirle. Tras una pausa:

-¿Qué decidiste hacer…?

No contestó ella de inmediato.

-Acepté lo que me pidió José Antonio… Mi amor, a veces hay que hacer sacrificios…, obedecer…

-¿Obedecer? – Alberto musitó la palabra con voz apagada ─ Sí, yo también acepté la obediencia… Debo estar listo para participar en una acción importante… ¡No pude negarme! Tampoco tú has podido negarte a obedecer… ¿Será verdad que acostumbrarse a obedecer “engendra una mentalidad doméstica” como dice José Ingenieros? Dios no lo quiera… Sin embargo ahora es correcto obedecer, acatar lo que se nos exija, aunque tengamos que sacrificar un poco de felicidad personal…

Con un suave movimiento de su cabeza afirmó Margarita. Miró fijamente el rostro del hombre a quien amaba.

-Tengo miedo ─ dijo con quebrada voz.

Alberto le interrogó con la mirada.

-Sí ─ afirmó ella ─. Tengo miedo de que no sea capaz de sacrificar mi felicidad. Miedo de no volvernos a ver… ¿Qué hago? ¡Dime, por Dios!

No contestó de inmediato Alberto. Bebió lentamente. Hizo un movimiento negativo de la cabeza. Suspiró por lo bajo.

-Salgamos ─ dijo luego de una pausa ─. Vamos a un sitio donde podamos hablar con mayor intimidad…

Pagó el servicio y salieron al exterior. Una suave brisa proveniente de la cercana costa agitó los cabellos de la muchacha. Alberto pasó su brazo sobre los hombros de Margarita y ascendieron calle arriba.

Alberto estrechó fuertemente a Margarita contra su pecho. Su boca se apretó sobre los labios  de ella en un beso largo, ardiente. En aquella habitación ordenada frívolamente se sentían en la más completa intimidad.  Una cama doble cubierta con sábanas impecablemente limpias; una mesita de noche con una lámpara de pantalla. Ronroneaba el aparato del aire acondicionado endosado a la ventana discretamente cerrada al exterior y cubierta con una cortinilla rosada de tafetán sintético. Suavemente condujo a la mujer hacia el borde de la cama. Su mano ansiosa desabrochó la blusa y sus labios se apretaron sobre los rígidos pezones de Margarita. Ella temblaba de placer. La mano del joven se introdujo en las entrepiernas de la muchacha. La hizo tender sobre el lecho. Se despojó de su camisa. Margarita mordió el blanco pecho de su amante. 

Desnudos estaban para la danza del amor. Y Alberto  sintió el fuego del sexo de su amada y ella el vigor de su potencia viril. Orgasmo. Quedaron, el uno sobre la otra, exhaustos de amor.

-Amor ─ dijo Alberto ─, ve a Santiago, cumple con lo que te han pedido…

Margarita quiso decir algo, pero él la contuvo besándole la boca.

-Nosotros nos amamos ¿Verdad? Lo demás que importa…

Una breve pausa.

-No es el fin del mundo ─ continuó ─. Ya volveremos a vernos… ─ pausa ─ si Dios así lo permite… ─ Otro breve silencio ─ Me han dicho que debo estar preparado para una acción importante… ¡No sé, tal vez tenga que arriesgar mi vida…! De todos modos, yo podré ir a Santiago o tal vez tú puedas regresar a La Habana… Además ─ sonrió ─, esto no durará mucho; quiero decir, la revolución… Cuando ya no tengamos que volver a poner en peligro nuestras vidas; cuando ya haya paz; cuando todo vuelva a ser normal… entonces… ─ se inclinó sobre ella para besarle tiernamente ─ Entonces, mi  vida, no habrá nada que nos impida ser felices…

De nuevo se agitaron sus hormonas y se entregaron al amor.

El viernes iría Alberto a la Terminal de Omnibus para despedirse de Margarita.  Ahora no podrían haber sabido que esa noche sería la última vez que hicieran el amor. La tormenta que se desencadenaba con violencia les separaría para siempre. No podían prever que una nueva etapa estaba por comenzar para sus propias vidas.

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