Mario J.
Viera
Sepa Ud. que nuestro pueblo, con todo y ser uno chiquito, y para muchos
un pueblo feo, posee una linda iglesia, aunque vieja como lo más viejo. Por
fuera está como carcomida y sus paredes, ennegrecidas por la humedad y por los
años. El repello, en partes,
desprendido, mostrando, como una llaga deja ver la carne por debajo de la piel,
el antiguo adobe con el que se levantaron sus muros.
Por dentro es la mar de linda, con sus altares (retablos, como dijera un
tal que vino de la capital con mucha melena y mucho impertinente cabalgando
sobre su nariz ganchuda) de maderas, labradas con tal finura y gusto que el
artífice que las trabajó debió tener manos de ángeles bordando sobre la madera.
En el centro de un delirio de volutas y arabescos se guarda un verdadero
tesoro, la santa imagen de nuestro Patrón, del que se dice que es santo de
abolengo y con muchas influencias en el gobierno de por allá arriba, San
Sebastián. Hay que ver esa hermosa imagen, la de un joven atado semidesnudo a
un tronco, herido de flechas y con ojos de cristal que parece que lloran, y esa
dulce, sublime expresión en su hermoso rostro.
¡Y milagroso que es nuestro santico! Y aunque no es santo casamentero, a
él le imploran las que ya amenazan quedarse para tías, y vienen los cosecheros
a pedirle buena salud para sus siembras. Dicen que en lo posible el santo se
las arregla para tirarle una manito a cada uno dentro de sus posibilidades.
Cuando hay sequía y la lluvia se aleja del lomerío vienen sitieros y
pueblerinos a rogarle para que traiga el agua. Y allá se van todos con el santico
en andas a mojarle las nalgas en las aguas de Rio Bonito, y lloverá tanto, con
rayos y con granizo, que hay que sacar de nuevo al santo para que vuelva la
seca, y así, de nuevo, volver a empezar.
Y esta costumbre de mojarle las posaderas al santo ¡Vaya Ud. a saber de dónde
salió y quien fue el primero que tuvo tal ocurrencia!, era la culminación de
los festejos que se le hacían cada año al Santo Patrón de Rio Bonito. En fin, cada vez que por esos caprichos de la
naturaleza dejaba de llover más tiempo de lo aceptable, la buena gente del
pueblo, con toda su fe milagrera, se iba para la iglesia a sacar al santo, y a
hombros de muchachos fuertes bajaban por el camino de cocó con rumbo al rio, y,
ya en aquellas aguas, zambullían al santo hasta la altura de su cintura, y
entonces, dales todos a gritar y a rezar: “Mójale
el culo a ese cabrón, a ver si se embulla y nos lo moja a nosotros”
Como gritaban los lugareños con tanto fervor, al santo no le quedaba más
remedio que usar de su influencia con Don San Isidro. ¡Y venga a llover! No siempre ocurría el milagro, pero todos
estaban seguros de que el bueno de San Sebastián, hacía hasta lo imposible para
cumplir con el ruego de sus feligreses.
Déjenme decirles que a la autoridad no le gustaba mucho esta ceremonia
considerándola como irreverente; pero como los curas que por aquí hubo nunca la
condenaron, pues, ¡qué rayos tenía que agregar al respecto el sargento Gastón!,
aquél asturiano grandote, de cabeza calva y barbita en punta, que aquí, en Rio
Bonito, era el máximo representante de la Corona Española.
Un buen día (¡Vaya con la frasecita!), el esmirriado cura que atendía
nuestra parroquia cantó el último réquiem y vino a sustituirle un nuevo
cura. Un cura grande, muy gordo, mofletudo,
de cuello ancho como el de un toro bien cebado, barrigón como jamás hubo cura
alguno, y de un carácter… ¡Vaya Ud. a saber!
Este buen cura, que muy malas pulgas se gastaba, era, para mayor
precisión, catalán, y había llegado a tierras cubanas no hacía más que una
semana. Cuando llegó a nuestro pueblo, parece que no lo vio como esperaba que
fuera e hizo tal mueca de desagrado que San Sebastián lo castigó y se quedó con
la susodicha mueca hasta el mismo día de su muerte.
Aquella desgracia que le aconteció al buen cura, hizo que, sin razón
alguna, le tomara tal aversión a nuestro pueblo que ¡Vaya!, todo lo que
hicieran los pueblerinos se los tenía a mal y, de este modo, todos los domingos
los aterraba con sus flamígeras homilías, diciéndoles que, por sus muchos
pecados y concupiscencia, Rio Bonito estaba condenado a la suerte de Sodoma y
de Gomorra. Había de verse cuantas velas se le encendían a San Sebastián, que
al pobre santo casi no se le podía ver detrás de tanta candelilla encendida.
Así las cosas, aconteció que se presentó una larga, pero muy larga
sequía. Languidecían las siembras y
morían achicharradas por el sol, y los pozos se hacían más y más secos, y había
que estar empatando sogas con sogas para alcanzar el agua con los baldes. La gente se lamentaba de su desgracia y se
iban a donde el cura para ver si San Sebastián les daba su ayudita, pero ¡Nada!
El cura, que no se podía sacar a la santa imagen que porque estaba muy
estropeada y que San Sebastián estaba enojado con el pueblo y que de nada
valdría procesión más o procesión menos.
Y los pueblerinos con la insistencia: “Padre, quizá el santo nos coja su poquita de lástima si lo mojamos en
el río”. Y el cura, poniendo más fea
la mueca de su cara, se encendía en furias y les gritaba “idólatras”,
“paganos”, y ¡vaya Ud. a saber cuántas palabritas más de esas! Nada, no se sacaba al santo y la sequía se
hacía más fuerte. Se habían secado todos
los platanales; el maíz no era más que hierba guinea de tan enjuto, y el río
estaba más flaco y esmirriado que un viejo limosnero.
Hasta el Coronel Flores vino a tratar de convencer al cura; pero ni él
pudo hacerle cambiar de opinión, y se dice que cuando este señor salió de la
casa parroquial iba diciendo por lo bajito, pero que se le podía escuchar, un
montón de malas palabras, ¡y eso que Don Flores nunca las pronunciaba!
Un domingo, uno de tantos, el cura se paró frente al altar mayor y
comenzó su sermón –tenía que pronunciarlo desde allí porque su panza no le
permitía entrar en el púlpito ─: “Pueblo
de pecadores- comenzó haciendo muecas con la mueca rígida de su cara ─, ya me cansan con tanto pedirme que saque al
santo patrón para ver si vienen las lluvias. – hizo una pausa, infló su
vientre, elevó la frente-. ¡No quiero oír más del asunto!”.
Los feligreses que colmaban el templo se miraban esperanzados, si sería
acaso que el cura finalmente cedería; y se daban codazos de entendimiento; como
que tantas veces va el cántaro a la fuente…Pero bien poco les duró el entusiasmo
cuando después de otra pausa, algo más prolongada, le escucharon decir al
párroco: “Arrepiéntanse de tantos y
tantos pecados; de vuestra falta de caridad y de amor al prójimo, y no pidan
más que consienta esa sacrílega procesión que es acostumbrada
por vosotros…” ─ Levantó la voz para sobreponerse al cuchicheo y señalando
hacia el santo con su brazo rígidamente estirado, bramó más que gritar ─ “Si el santo quiere agua ya me la pedirá –Su
mueca se hizo más mueca, su vientre se hizo más voluminoso, su voz, más
estentórea – “Cuando San Sebastián esté
dispuesto a ir al río, que me lo pida. Mientras no sea así… ¡Se queda en su
altar!” – Y se volvió para continuar la misa.
“¡Figúrese Ud., esperar a que el
Santo le pida que lo lleven al río! ¡Eso será para más nunca!” Se decía la gente. Y la seca se
prolongaba más y más.
Después de aquella homilía, cuando todos rezaban el rosario, no le
pedían a San Sebastián que les perdonara los pecados o que le hablara a su
amigo San Isidro a favor del pueblo, sino que, por favor, tratara de convencer
al cura que le dejaran llevar hasta el río.
Y el cura, después del rosario de la noche, comentaba con el sacristán,
uno que había por acá y que en Gloria esté, del que dicen que se escondía en la
penumbra de la sacristía para su secreto onanismo, como dicen que se dice que
es hábito de los sacristanes viejos, que por mojigatos y sacristanes, nunca se
han echado mujer.
“Es que no es posible, Don. Recaredo ─ mascullaba el cura ─, permitirle
a este pueblo loco que continúen con
esas irreverencias de mojarle al santo… bueno, de mojarle…
-“¿…el culo?”- intentó el sacristán.
-“¡No!- vociferó el sacerdote
─ … de mojarle las asentaderas a nuestro
santo patrón”.
Y como ya se iba haciendo tarde, el cura se fue para la casa parroquial,
hizo como dos horas de oraciones y lecturas piadosas y, ya vencido por el
sueño, se dirigió a su habitación. No
bien se había echado la sábana por encima de su elevadísimo abdomen, cuando un
fuerte relámpago iluminó toda la alcoba y se dejó escuchar un trueno, con tal
violencia, que daba espanto.
El sacerdote se incorporó en su lecho y se santiguó: “¡Bendito sea el Señor! ─ exclamó ─ Gracias San Sebastián, así le demuestras a estos desorejados que no es
necesario mojarte … hasta la cintura, para que tú les concedas la lluvia”. Y estuvo lloviendo toda la noche, a cántaros y
con tan tremenda fuerza que el buen presbítero se vio en la necesidad de cerrar
las ventanas porque el agua entraba por ellas a pesar del ancho del alero
corrido que rodeaba a la casa parroquial.
Satisfecho y alborozado se quedó dormido con una mueca… ¡Digo!, con una
sonrisa de triunfo.
A la mañana siguiente, muy eufórico, se levantó nuestro cura. “¡Por
fin ─ se decía ─ me dejarán tranquilo
con la dichosa procesión!”. Ahora se
acabarían las quejas. Habría llovido tanto que seguramente hasta los pozos se
habrían desbordado por sus brocales. Y
después de rezar sus oraciones matutinas, se sentó a la mesa dispuesto a
desayunarse media libra de queso, una hogaza de pan, medio litro de leche y una
mano completa de plátanos manzanos.
- Estará muy contenta, Doña Engracia ─ le dijo a la mujer que cocinaba
en la casa parroquial, mientras con esmero embadurnaba de mantequilla un buen
trozo de pan blanco.
- ¿Y por qué iba de estarlo, Sr. Cura? ─ le replicó la sirviente.
- Pues, hija, por lo de anoche…
- ¿Por lo de anoche? ¿Y qué pasó anoche, Sr. Cura?
El buen sacerdote movió la cabeza, ¡si sería simple esta pobre mujer!
-
¡Por la lluvia, hija, por la lluvia!
La mujer le miraba con aire estúpido.
-
¿Por la lluvia? ¿Cuál lluvia, Sr.
Cura?
-¡La que cayó anoche, hija mía!- le respondió irritado el
sacerdote ─ ¿Es que no se percató de que
anoche estuvo lloviendo a cántaros?
La mirada de la mujer tenía una expresión increíble. Le miraba como si el cura le hubiera pedido
algo en catalán o si le hubiera dicho cualquier cosa para hacer reír o si tenía
que pensar que el buen hombre se había vuelto loco.
-
¡Pero si anoche no llovió, padre!
-
¿Cómo que no llovió? ¡A cántaros! Si
hasta hube de cerrar las ventanas porque se mojaba la cama, y tronaba que daba
miedo.
-
Pues yo no sentí nada…, y las calles
están más secas que una penca de bacalao… Ya puede Ud. mirar… ¡Mire ese patio
de Ud., si la tierra parece un ladrillo…!
Y el cura miró hacia el patio, y donde esperaba encontrar un lodazal,
vio un yermo seco, sin flores ni hierba verde, y la brisa mañanera levantaba el
polvo del reseco suelo.
- Pero… ¿cómo?... Si yo… ─ balbuceó el sacerdote ─ si yo escuché los
truenos y sentí la lluvia…
La mujer se encogió de hombros.
-
Pues yo no sé qué escuchó Ud.,
padre, pero de lo que sí estoy segura es de que no llovió.
Le sirvió un vaso de vino al petrificado cura.
- ¡Nada, padre!, Ud. lo soñó… Con tanto el jaleo que hay con la seca y
con eso de la procesión… Eso ocurre. Uno
a veces sueña con cosas que le parecen como si hubieran sido ciertas, ¡pero
no! Mire, a mí, una vez…
El cura no la dejó
terminar. Como una furia salió hacia la
calle, intentando ver en sus baches, aunque solamente fuera la mancha de un
charco, pero ¡nada! Todo estaba seco, tremendamente seco.
-
¡Por Dios! ─ exclamó el cura colocándose
dos dedos sobre los labios ─ Evidentemente, debo haberlo soñado.
Como dos o tres días después, a eso de las… ¡por la tardecita! El
sacristán, con un gran plumero, les sacudía el polvo a las imágenes, renegando
entre dientes de la sequía por tanto polvo rojizo que se acumulaba sobre las
figuras de los santos. Cuando estaba ocupándose de la imagen de San Sebastián,
se le oyó exclamar un estentóreo e irreverente “¡Coño!” que indudablemente era la expresión de una inesperada
sorpresa.
El cura, disgustado le fue para arriba, como se dice, censurándole por
aquella palabra tan fuera de lugar y tan vehemente pronunciada ante el altar de
Dios.
-
¡Perdone Ud., padre, pero es algo
tremendo! ─ exclamó muy excitado el paliducho sacristán ─ ¡Es un milagro, un
milagro!
-
¡Rediez! ─ vociferó el sacerdote-
¿Qué milagro es ese del que hablas, condenado?
Bajándose con una agilidad, no concebible en una persona de sus años y
complexión, de la banqueta donde se había subido para desempolvar el rostro de
la imagen de San Sebastián, el sacristán asió de un brazo al párroco y con su
mano derecha extendida le señaló hacia el santo.
-
¿No lo ve Ud., padre? ¿No lo
ve? ¡Es un milagro!
-
Pero ¿qué tengo que ver?, hombre de
Dios.
Todavía más alterado que antes, Recaredo, el sacristán, continuaba
señalando hacia lo alto.
-
Mire, mire para la cara de San
Sebastián…
-
Ya miro… ¿dónde está el milagro?
El acólito con rostro arrobado y jadeante el pecho, miró de frente al
sacerdote.
-
Los ojos de San Sebastián, padre…
Los ojos del santo…
-
¿Qué tienen los ojos del santo? Además, no se les pueden ver, porque los
tiene cerrados…
El sacristán se santiguó como cinco veces y se postró de rodillas muy
conmovido. En sus ojos brillaban las
lágrimas de un misticismo elevado al grado sumo.
-
¡Ese es el milagro, padre!: El santo
ha cerrado los ojos. ¡Y la imagen
siempre los tuvo abiertos!; tan abiertos que eran los ojos de santo más lindos
de esta Isla…
El cura, malhumorado, dio una patada contra el piso.
-
¡Cállate, bribón! ─ conminó al
ayudante ─ ¡No estés diciendo insensateces!
Pero en sus adentros, se sentía perplejo e irritado. Nunca antes se había fijado con detenimiento
en el rostro de la venerable imagen, y no era capaz de poder decir si siempre
había tenido los ojos cerrados o si, en verdad, como asegurara Recaredo, antes
tenía los ojos abiertos y se hubiera producido un prodigio, increíble, incluso,
para un cura español.
Efectivamente, los ojos de la imagen del Santo Patrón de Rio Bonito
estaban cerrados; de eso no cabía duda. El cura le ordenó al sacristán que
guardara en secreto lo que habían visto, y le explicó que cosas como las que
estaban contemplando podían ser un prodigio en realidad; pero también pudieran
deberse a otras muchas causas fácilmente explicables una vez que se hubiera
investigado el fenómeno a cabalidad. Por tanto: ¡Guardar silencio! Había que
cerciorarse primero.
Pero en un pueblo donde nunca sucede nada excepcional, no es fácil
mantener en secreto por mucho tiempo lo que para cualquiera parecería un
milagro a todas luces.
Hay que reconocer que el sacristán quería sinceramente callarse el
hecho; pero es duro tener el conocimiento de que algo extraordinario se había
producido, algo que solamente es uno quien lo conoce y que, por añadidura, sea
uno, precisamente, el que primero lo supiera, y no tener la tentación de
contárselo siquiera fuera a alguna persona de la mayor confianza. Y Don Recaredo, el sacristán, ardía en deseos
de que alguien se enterara de que era él el depositario de un curioso secreto.
A veces, cuando jugaba su acostumbrado partido de dominó en el Café del
Isleño, trataba de justificar alguna pifia del juego diciendo que su mente
estaba ocupada por la preocupación que le ocasionaba algo que no le era
permitido revelar. Aquella respuesta encendía la curiosidad de los
parroquianos.
Ya sabe Ud. como son los pueblerinos, esas buenas personas, sencillas
como sus propias vidas, que todos los días hacen lo mismo, sin diferencias de
importancia entre lo que les aconteció la última semana con lo que pudiera
estarles ocurriendo en la presente. Entonces, cuando se percatan de un
acontecimiento que pudiera estar fuera de lo común, la curiosidad se les
enardece en mil interrogantes.
-
¿Qué te estás tragando, Sacristán?
-
¡Nada, hombre! Cada cual sabe lo
suyo. ─ respondía con aire de superioridad el enclenque hombrecillo.
La gente pregunta y más preguntas.
-
¡Caballeros, por favor, no puedo
decirles nada… es un secreto!
¿Secreto? Pues si es secreto y mantenido bajo juramento, entonces es más
interesante e impacienta más la curiosidad.
Con decirles que hasta le regalaban gallinas; las mujeres le guiñaban un
ojo y algunos le regalaban buenos puros, aunque él no fumaba, y todos querían
saber lo que ya el sacristán sabía.
-
En mí puedes confiar; tú sabes que
soy tu amigo y que sé guardar un secreto…
Así, más o menos, le dijeron casi todos los habitantes de Rio Bonito, y
los arrieros de las lomas. Nadie lograba arrancarle la confesión. Hasta una
noche.
No pudo aguantarse más. Ya no se
trataba de vanagloriarse. Era mucha la presión y él no tenía la tozudez del
reverenciado pastor de San Sebastián. Entonces, hablando en voz apenas audible
le confesó lo que guardaba en su corazón al viejo más viejo del pueblo que él consideraba
como el hombre más reservado y respetuoso de la comarca. Un hombre que nunca revelaría un secreto que
se le confiara.
Cuando a las seis y media de la mañana del siguiente día el cura abrió
la puerta de la casa parroquial, se quedó como de una sola pieza, paralizado de
sorpresa. Frente a la iglesia se había reunido una enorme multitud portando
velas encendidas. Habían llegado bien temprano. Casi todo Rio Bonito estaba
presente, y gente del poblado de Pescadores, y arrieros con sus recuas que
habían venido desde las lomas.
-
¡Queremos ver el milagro! ─ exigían.
Aquello fue tremendo y el cura
estaba que bufaba. La iglesia se colmaba
día tras día, todos alborozados por el milagro.
-
¡Basta, locos! - aullaba el cura
desde el altar mayor pues no cabía dentro del púlpito – Nadie puede proclamar
un milagro hasta que no lo haya hecho la iglesia.
Pero nadie le prestaba atención. Ni siquiera el Coronel Flores, ni Alba,
su esposa, ni su hermana Brígida. Ahí estaba el santo con sus ojos cerrados
proclamando el prodigio.
Entonces el cura los volvió a estremecer de pavor.
-
Si es cierto que se ha producido un
milagro, que la bendita imagen ha cerrado los ojos ─ aullaba el sacerdote desde
el altar mayor ─, es porque no quiere contemplar vuestros pecados, vuestras
concupiscencias…. Porque San Sebastián no quiere ver a Rio Bonito.
De nuevo se llenó el altar de San Sebastián con cientos de chisporroteantes
velas que, de tanto brillo, impedían ver los párpados cerrados de la imagen.
Así las cosas, muchos fueron a ver al cura para decirle: “Quizá, padre, si sacamos al buen santo en
procesión hasta el río quiera él abrir sus ojitos y traernos de pasadita la
lluvia que tanto necesitamos”.
Pero el cura se mantenía en sus treces, ¡nada de procesión! No hay ida
hasta el río mientras el mismo santo no lo pidiera.
-
Ya ese milagro es más difícil que el
de cerrar los ojos ─ afirmó decepcionado el coronel.
-
¿Quién puede creer que el Santo va a
pedir que lo lleven hasta el río? ─ Suspiraba la hermana de Don Flores.
Mientras tanto continuaba la sequía y ya muchos animales habían muerto,
y todas las tardes la gente rezaba el rosario para implorarle a San Sebastián
que no les apartara su mirada y para rogarle que acabara de convencer al cabrón
cura obstinado.
Una de aquellas madrugadas, el cura despertó sobresaltado. Una gotera caía directamente sobre su panza.
-
Caramba, ahora sí estoy
despierto. Me ha despertado una gotera;
y si hay gotera es porque está lloviendo…
Se asomó a la ventana y vio el fuerte aguacero que caía; hasta granizo
caía y se le escuchaba repicar contra el tejado. Abrió la puerta que conducía al patio y a la
luz de los relámpagos pudo ver los charcos que se habían formado sobre el
suelo.
-
Ahora sí que llueve. No hay lugar a
dudas… ¡Y estoy despierto! ─ Y se palpaba el vientre para cerciorarse de que no
estaba dormido. Y mientras aspiraba el fresco aroma de la tierra mojada,
exclamó triunfalmente: “¡Al fin me dejarán descansar y habré podido acabar con
la fea costumbre de mojarle el culo… ¡Oh, Dios!... las posaderas, a San
Sebastián!
Por la mañana, sentado a la mesa
para desayunar se dirigió con una sonrisita de triunfo a la mujer que hacía la
cocina en la casa parroquial.
-
Ahora sí que no me podrá negar, Doña
Engracia, que debe sentirse contenta…
-
¿Contenta, Sr. Cura? ¿Y por qué
debía de estarlo?
“¡Oh, no!”, pensó el sacerdote, ¿de nuevo la misma historia? Pero esta
vez estaba convencido de que había llovido y de que él se había despertado en
medio de la noche.
-
¡Por la lluvia, mujer, por la
bendita lluvia!
-
¿Cuál lluvia, Sr. Cura?
Entonces el cura interrumpió el desayuno y apresuradamente se dirigió a
la iglesia para ir a postrarse ante la imagen del Patrón del pueblo.
-
¡Perdóname, santo, por haberte
tentado…! Daré permiso para que mañana mismo se realice la procesión.
-
¡Caray! ─ se dijo para sí- Si es que
parece que al santo le gusta el paseíto y el jueguito ese de que lo mojen en el
río.
Por fin se realizaría la procesión, pero todo el pueblo se había
concertado en no proferir las frases de costumbre que, al fin y al cabo, ni las
aprobaba el cura ni les gustaba.
Efectivamente, al día siguiente, entre el júbilo de toda la población y
de los que habitaban en el lomerío, se inició la procesión. Los muchachos más fuertes del pueblo se
echaron encima las andas con el santo y salieron, entre cánticos y oraciones,
por la calle principal, hasta tomar el camino de cocó que conducía a la orilla
del río.
La procesión llegó hasta el río. Se detienen en su orilla… y la multitud
guardando un silencio místico. Ya llegan
al borde del agua. Se detienen. Bajan de
los hombros las andas y la sostienen a puño. El gentío, fiel al acuerdo,
mantiene un respetuoso silencio. Los
jóvenes que conducen al santo se introducen en el río. Ya comienzan a sumergir la imagen. El silencio se hace más evidente.
El agua le moja los pies al santo. Silencio. Ya le moja a la altura de
los muslos. Los fieles irrumpen a rezar el Padre Nuestro. La imagen va siendo sumergida hasta donde debe
ser sumergida. Silencio.
Ya el agua lame las caderas del santo… y, entonces, por encima del
piadoso silencio se dejó escuchar una voz vibrante gritando: “¡Mójale el culo a ese cabrón, a ver si así
nos lo moja a nosotros!”
Todos se volvieron indignados para ver al que había roto el compromiso
de no gritar aquellas frases. Allí
estaba, subido sobre unas piedras el Sr. Cura, muy erguido y sonrojado,
gritando a todo pulmón: “¡Mójale el culo
a ese cabrón…!”