Oscar
Arnal. EL UNIVERSAL
Para
Venezuela el peor escenario sería una guerra civil. Ya tuvimos una, que se
llamó la guerra larga o federal, y que trajo cinco años de dolor, devastación y
sangre. El odio se esparció entre nosotros. Se gritaron consignas absurdas:
"que mueran los blancos y todo aquel
que sepa leer y escribir"... "Tierra
y hombre libres"... "Horror
a la oligarquía"... Finalizada, Antonio Leocadio Guzmán, uno de sus
principales instigadores afirmó que ellos habían levantado las banderas del
federalismo porque el grupo gobernante era centralista, pero si hubiera sido al
revés, argumentaban lo contrario. Se trataba solo de tomar el poder por el
poder. Al final no hubo cambios y todo siguió igual. El siglo XIX fue el tiempo
de las montoneras, las revoluciones y los caudillos alzados. Al final el estribillo
que se cantaba era aquel que exclamaba: "ya Venezuela no quiere guerra, porque esta tierra se va a acabar,
militares, generales, coroneles, sinvergüenzas, no la dejan descansar".
La guerra federal terminó con la dictadura de Páez. En la autobiografía del
centauro, un libro obligado para cualquier historiador o político venezolano,
Páez señala que nada puede ser peor que una guerra entre compatriotas. Páez se
fue con el tratado de Coche y nunca más volvió a residenciarse en Venezuela. El
propio presidente Caldera, siempre contaba una anécdota, señalando que nada
como la paz, aunque ésta fuera tuerta y hasta de malos augurios.
En
los últimos días, hemos vivido muchas tragedias, con un saldo de más de una
decena de muertos, heridos y más de quinientos detenidos. Algunos de los
asesinatos y parte de la violencia se han producido en circunstancias muy
extrañas, que dejan muchas interrogantes. La protesta tiene su foco en sectores
de clase media y se han causado grandes destrozos a la propiedad pública y privada.
Las pérdidas humanas sobre todo, pero también las materiales son inmensas. La
educación se ha semiparalizado con graves consecuencias para quienes son el
futuro del país. Muchas de nuestras calles se trancan con barricadas e
incendios. El caos se siente especialmente en los vecindarios de las clases más
favorecidas.
Por
las redes sociales, hay un mensaje reiterado que apela a una salida ya y a las
guarimbas. Acusan a este gobierno de ser una dictadura, pero muchos sin darse
cuenta claman por otra y por una guerra. Por un golpe que saque a quienes
gobiernan del poder. No se dan cuenta, que sí eso se llegará a producir, en ese
nuevo gobierno, nunca de facto podrían estar quienes están en la línea
opositora al frente, porque el país explotaría en mil pedazos. El PSUV ganó
veinte gobernaciones, la oposición solo tres, y once de los gobernadores
oficialistas son militares. Controlan casi todo el país rural, con un poco más
del 70% de las alcaldías en su poder. En las zonas más populares de la capital
el chavismo sigue siendo mayoría. Algunos ingenuamente, dicen que el nuevo
gobierno llamaría a elecciones. A mí no me extraña, que en ese remoto
escenario, producto de la victimización, las vuelvan a ganar como lo hizo Perón
en Argentina o los sandinistas en Nicaragua.
La
protesta es vital. Es un derecho y debe ser permanente. Pero siempre pacífica,
llamando a la paz y con propuestas firmes. Nuestros hermanos colombianos se han
matado durante más de 50 años, en una guerra civil absurda, que hoy gracias a
Dios languidece. En países con tiranías horribles, a la de Pinochet en Chile o
a la del Partido Comunista en Polonia, se las derrotó con amplitud en las
urnas. Durante la llamada "republica civil", Luis Herrera Campins con
Copei y Caldera, venció a AD, en medio de un boom económico sin precedentes. No
es el caso del actual gobierno, el modelo económico seguirá colapsando si no
hay grandes rectificaciones. La inflación, la escasez y la inseguridad están
desbordadas. El pueblo como siempre lo hizo antes, apostará muy duro en otra
dirección, será el momento de una Constituyente y del revocatorio para
cambiarlo todo. El año que viene son las parlamentarias, que servirán para
volver a medir las fuerzas populares. Basta ya de acelerar una salida incierta,
donde el remedio siempre en medio de la violencia, quemándonos entre nosotros
mismos, es mucho peor que la enfermedad.