martes, 29 de noviembre de 2016

Trump, o el desprecio populista por la complejidad

Nelly Arenas. Tomado del Blog POLIS


Dos lugares emblemáticos registra la literatura especializada sobre el populismo como cuna de este fenómeno. Ellos son la Rusia y los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX. En el primero de los casos, el movimiento “narodnik” derivado de la palabra rusa “narod” que significa pueblo, surgió como respuesta a la avanzada del capitalismo en el país de los zares. En efecto, el programa de reformas impulsado por el Estado en 1861 con el propósito de superar las relaciones precapitalistas del medio rural y dar paso a su modernización, destapó en la intelectualidad rusa la idea de un tipo de desarrollo basado en la “obschina” campesina. La “obschina” era el equivalente ruso de las comunas, y los intelectuales (entre ellos el gran Tolstoy) abogaban por la implementación de un modelo socioeconómico basado en esa forma productiva. “Ir hacia el pueblo” era el lema que impulsaba a ese movimiento; de allí su nominación populista.

Mientras esto transcurría en ese lado de Europa, en Estados Unidos el sur algodonero sufría un sacudón ante la caída de los precios internacionales de los bienes agrícolas y la política antiinflacionaria promovida por el gobierno, con serias repercusiones en las condiciones de vida agraria. Este evento desembocaría en la constitución de la Farmer’s Alliance (1877), organización que proclamaba la nacionalización de las empresas ferrocarrileras, así como la defensa del modo de vida tradicional. Creían los agricultores norteños que sus males se debían al monopolio extranjero sobre las líneas férreas y a las elites financieras del país; los monarcas del dinero de Wall Street. Alimentaban la fantasía de que, derrotados estos poderes, se restauraría una sociedad justa y próspera; una suerte de arcadia por fin libre de los tormentos económicos. La asociación de granjeros será el germen de lo que más tarde se convirtió en el People’s Party, el partido del pueblo. Luego de la derrota sufrida en las elecciones en 1896, esta agrupación se disolvió. Sus restos fueron absorbidos por el Partido Demócrata en un contexto de crecimiento industrial y expansión del mercado interno, cuyos réditos mitigaron la situación de los productores rurales. 


Como puede desprenderse, a pesar de sus diferencias, ambas experiencias populistas, muestran una seria resistencia a digerir los cambios; constituyen un alegato nostálgico a favor de las formas sociales antiguas de convivencia. Calzan en la idea que unifica a casi todas las variantes del populismo: “un intento por escapar a la carga que impone la historia”, según ha indicado Donald McRae, estudioso del fenómeno. 

De acuerdo a Clyde Wilson, el “instinto populista” ha estado presente siempre en el pueblo estadounidense. El New Deal, sostiene, logró buena parte de su respaldo gracias a su empuje populista.  En realidad, sin embargo, lo que ha existido a lo largo del tiempo, es más bien demagogia electoral a la que este autor califica como “pseudopopulismo”. Desde Herbert Hoover, quien ofreció en su campaña a la presidencia “un pollo en cada olla, y un auto en cada garaje”, hasta George Bush, la promesa ligera ha estado en la mesa americana sin llegar a ser servida.  Pero, la entrada en declive del estado de bienestar, agudizada en las últimas décadas, ha estimulado aún más el discurso político en clave populista. El rechazo a la globalización y sus consecuencias (altos flujos migratorios, relocalización de grandes unidades productivas, aceleración de los cambios tecnológicos, entre otras), es común ahora en líderes que apelan al pueblo ofreciéndole la resurrección de una “Era dorada” ahogada en las arrasadoras aguas de la mundialización.

Es en este contexto que el fenómeno Donald Trump puede entenderse mejor. En su campaña electoral, el candidato republicano arremetió contra los esquemas de integración comercial donde participa Estados Unidos amenazando con revisarlos o cancelarlos. También advirtió de un posible retiro del país de La Organización Mundial del Comercio. Con ello intentó atraer el voto de los ciudadanos estadounidenses quienes están seguros de que la globalización favorece la producción y el empleo en otras naciones arrebatándoles con ello el “sueño americano”. Uno de sus primeros actos de gobierno, ha señalado más recientemente, será el retiro de su país del Acuerdo Transpacífico, “un desastre potencial para Estados Unidos”. “América primero” “el americanismo, no el globalismo será nuestro credo” “Soy un apasionado de la idea de que nuestro país sea grande de nuevo” son frases que el magnate remachó día tras día de su jornada proselitista en busca de la presidencia. Este discurso proteccionista puede ser un buen ejemplo de una de otra de las tesis de Wilson: “el populismo no es una agenda sino un impulso renuente de autodefensa”.


Pero la postura proteccionista del recién electo presidente, se afinca en un reconcentrado nacionalismo que tiene como concomitancia una repugnante xenofobia. Aquí también se manifiesta el desprecio por la complejidad. Si algo distingue el recorrido de los Estados Unidos como nación, es precisamente la cohabitación y el entremezclado de diferentes culturas en su seno, gracias a las distintas corrientes migratorias responsables de su fraguado histórico. El mismo Trump, cuyo abuelo era alemán, es hijo de esos flujos. También lo son sus dos últimas esposas, madres de sus vástagos. La frase “Soy apasionado de la aspiración de que nuestro país sea grande de nuevo” exige, al parecer de Trump, despojarse de todo aquello que impide este sueño: integración de mercados, modelos de cooperación internacional, inmigración. Un Estados Unidos aislacionista, sin embargo, no parece viable en estos tiempos de interconexiones exacerbadas. Está por verse, no obstante, su desempeño en la Casa Blanca a partir de enero. Solo así podremos constatar si el nuevo presidente es apenas un ejemplar más del pseudopopulismo o si, por el contrario, será capaz de ganarle la partida a la historia y a la institucionalidad de la primera potencia del mundo en el intento por cumplir la oferta idílica populista de recuperar un tiempo ido a partir de su autoritaria voluntad.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Vida y muerte de un narcisista

Carlos Alberto Montaner. Tomado de Diario de Cuba


Muerto Fidel Castro, tibio todavía su cadáver, surgen varias preguntas urgentes. ¿Cómo fue posible el castrismo? ¿Por qué Cuba se convirtió en la única dictadura comunista de América Latina? ¿Cuál era la esencia de un régimen que ha durado más de cinco décadas, convirtiéndose en la dictadura más larga de la historia de América Latina? ¿Habrá un castrismo sin Castro?

Como resulta inevitable, para entender este excéntrico fenómeno es preciso remitirse a la historia republicana. Fidel Castro ni cayó del cielo ni ascendió desde el infierno. Fue el producto de ciertas ideas y actitudes que existían en la Cuba de sus años formativos. Lo parió el país, porque la tierra había sido previamente cultivada para dar esos o parecidos frutos.

Nacido en 1926, a principios del gobierno del general Gerardo Machado, quien enseguida comenzó a mostrar su dureza y falta de respeto por los derechos humanos, el niño Castro creció entre los rumores de violencia que seguramente llegaban a su remota finca de Birán, en el oriente de Cuba. En 1933, finalmente, y tras cruentos enfrentamientos entre diversos grupos insurrectos, el dictador huyó del país.

¿Qué herencia política más visible dejaba este episodio? No era, ciertamente, el amor por la democracia y las libertades, sino el culto por la redentora violencia revolucionaria. La idea predominante en el país era que la justicia, la honradez y la prosperidad vendrían de la mano de unos revolucionarios armados con pistolas e iluminados por la voluntad de guiar al pueblo hacia un destino fulgurante.

A la espera del Mesías

Nadie, o muy poca gente, pensaba entonces en la importancia de las instituciones o en el Estado de derecho para enderezar el país. Se esperaba la llegada de un Mesías revolucionario. Se buscaba un líder salvador. Para algunos era Grau, para otros, Chibás o hasta Batista. Esa —el mesianismo— era una actitud muy generalizada en la sociedad cubana. Mala cosa para construir una democracia respetable. Pero junto a ella había otras creencias que comenzaron a abrirse paso rápidamente: el buen revolucionario no solía tener el menor respeto por la propiedad privada.

En los años 30, en Cuba y en todas partes, se extendió la creencia de que la pobreza de una parte sustancial de la sociedad se debía a los bienes que otros poseían. Lo que uno tenía siempre se lo había quitado a otro. El capitalismo era sustancialmente depredador. Eso no quiere decir que la sociedad suscribía la cosmovisión marxista, mucho más compleja y elaborada, sino que se había popularizado un juicio sumario contra la economía de mercado y el "Estado burgués". Ser revolucionario, pues, consistía en distribuir la riqueza existente entre los desposeídos.

A la incriminación general del capitalismo, en Cuba se añadía un componente internacional: quien con mayor avidez y codicia representaba esas fuerzas explotadoras era Estados Unidos, primer inversor extranjero en la Isla. Desde los años 20 se oye en Cuba, de manera creciente, el clamor contra el imperialismo yanqui en el terreno económico. Para algunos cubanos — tal vez para muchos — la tutela norteamericana era una forma humillante de injerencia. Otros, en cambio, la veían como una especie de seguro contra los impulsos autodestructivos de la clase dirigente.

Gánsters

El tercer ingrediente que nutre la cultura política que le da vida a Castro es el gansterismo político. Las organizaciones políticas surgidas al calor de la lucha contra Machado desovaron diversos grupos armados que se hacían la guerra en las calles, fundamentalmente, de La Habana. No fueron grandes matanzas — el total de muertos a lo largo de dos décadas no alcanzó el centenar —, pero imprimieron en la juventud, y muy especialmente en la que se asomaba a la política, una perniciosa admiración por los "muchachos del gatillo alegre", como los calificara un periodista de la época que tradujo del inglés el apelativo de la banda de Al Capone.

Había pandillas armadas en las universidades y en los sindicatos cubanos. Había ministros y senadores que se rodeaban de pandilleros. Todos los partidos políticos — incluidos los comunistas, naturalmente — tenían sus "hombres de acción", es decir, unos cuadros destacados que siempre estaban dispuestos a disparar o liarse a golpes contra adversarios de similar inclinación por la violencia.

Pero lo terrible es que todo esto sucedía en medio de una atmósfera de adulación y temor que embargaba a casi toda la ciudadanía. Los nombres de los jefes pandilleros se pronunciaban con respeto. Algunos de ellos aspiraban al Parlamento y alcanzaban actas de representantes o senadores. Fidel Castro, en su juventud, perteneció a una de esas pandillas y protagonizó hechos de sangre como parte de su esfuerzo por construirse una buena biografía. Un político, para triunfar en esa Cuba, antes que talento, decencia e ideas, debía exhibir una masa testicular abundante.

Ahí están los cuatro elementos clave de la atmósfera en que se cría y respira Fidel Castro: el mesianismo revolucionario, siempre trufado por el desprecio al Estado de derecho; la condena del capitalismo como un sistema explotador causante de graves iniquidades; el antiyanquismo, por esquilmar a los trabajadores cubanos y por las ofensivas injerencias en los asuntos internos de la Isla; y el culto por la violencia política, que siempre implica una estructura jerárquica basada en la intimidación del más débil por el más fuerte y audaz.

A este substrato general, Fidel Castro le agregó sus circunstancias particulares. Durante su bachillerato, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, lo educaron los jesuitas falangistas provenientes de la Guerra Civil española. El mensaje que estos sacerdotes traían no era muy divergente del de los revolucionarios cubanos: era antidemocrático, anticapitalista y antiyanqui. Eran los tiempos en que la España de Franco reivindicaba el resurgimiento de la Hispanidad como la respuesta latina y católica contra el grosero mundo anglosajón y protestante.

Tampoco era un mensaje que rechazara la violencia. Y todos estos valores y creencias se instalaban en una personalidad que desde la adolescencia mostraba los rasgos autoritarios y egocéntricos del tipo de psicopatología que los especialistas describen como "narcisista". Fidel era un narcisista de libro de texto pero, además, se sentía capaz de realizar las mayores hazañas y tenía la audacia para intentarlas. Eso formaba parte de su grandiosa autopercepción.

No es este el lugar de consignar la historia de la insurrección de Castro, mas debemos resumirla en un párrafo: en 1952, a pocos meses de unas elecciones en las que Fidel, por cierto, era candidato a congresista por un partido socialdemócrata, Fulgencio Batista da un golpe militar y derroca al presidente legítimo Carlos Prío Socarrás. A partir de ese momento, como ocurriera contra Machado 20 años antes, diversos grupos recurren a la violencia para tratar de desalojar del poder al dictador. Todos —y entre ellos el que crea y lidera Fidel Castro, el Movimiento 26 de Julio— prometen restaurar las libertades conculcadas y restablecer la democracia.

Finalmente, la noche del 31 de diciembre de 1958 Batista huye de Cuba y la oposición se apodera de los resortes del poder. Ocho días más tarde, Fidel Castro entra triunfalmente en La Habana al frente de sus guerrilleros barbudos. Su liderazgo se ha impuesto por encima de los demás grupos insurrectos.

¿Qué se propone hacer Castro? Públicamente, ha renegado del comunismo y prometido elecciones y democracia, pero secretamente ha decidido "hacer la revolución". Su radicalización ha sido progresiva desde el asalto al cuartel Moncada en 1953. En el exilio mexicano ha conocido al Che Guevara, quien viene del fallido episodio izquierdista del guatemalteco Jacobo Arbenz.

Su revolución

¿Qué es para Castro "hacer la revolución"? Sin duda, llevar hasta las últimas consecuencias las premisas que flotaban en el ambiente en que construyó su visión de la realidad política y social: si el capitalismo y la empresa privada eran nocivos, había que sustituirlos por el Estado-empresario. Si los norteamericanos eran unos explotadores que habían humillado a los cubanos durante décadas, había que echarlos del país y salir a combatirlos en todos los escenarios. Si la burguesía cubana era aliada de los yanquis, ¿qué otro trato merecía que la privación de sus bienes, la cárcel o el destierro? Si la política cubana había estado plagada por las desvergüenzas y la corrupción, lo correcto era imponer una sola y disciplinada voz: la de la revolución, es decir, la de él mismo auxiliado por un partido único.

¿Cómo podía calificarse Castro en el terreno ideológico? Era un revolucionario radical, anticapitalista y antiyanqui, dotado de temperamento y de ademanes fascistas. Solo que por ese camino, en medio de la Guerra Fría, se desembocaba en el comunismo y en el modelo soviético, porque solamente la URSS podía insuflar forma y sentido en la banda armada, desorganizada y caótica que había tomado el poder en Cuba, y servirle de guardaespaldas al régimen frente a Washington.

La reacción de los cubanos ante Castro fue de absoluto e ingenuo fervor. El Mesías revolucionario había llegado a salvarlos. Y como la ciudadanía no sentía demasiado respeto por las instituciones, ni entendía la esencia del Estado de derecho, porque vivía inmersa y anestesiada por la cultura revolucionaria, no parecen haber sido muchos los cubanos que se horrorizaron con los juicios sumarios tras los que se fusilaron a cientos de militares acusados de asesinatos y torturas al servicio de Batista.

También es posible que en esos años la mayoría del país apoyara la incautación de la prensa libre, la intervención de las escuelas privadas o la confiscación del aparato productivo, atropellos a las libertades acompañados por la arbitraria y muy populista reducción de los alquileres de las viviendas en un 50%, medida inmediatamente aplaudida. Era el preludio para luego confiscarlas.

Igual sucedió con el comercio importante y las grandes industrias. Todo sucedió vertiginosamente entre los años 1959 y 1960; y, aunque hubo oposición armada y alzamientos campesinos, la verdad es que la resistencia ante la apisonadora revolucionaria no fue masiva ni espectacular. Vivir en una cultura revolucionaria había debilitado los mecanismos defensivos de la sociedad cubana.

El grueso de la oposición más decidida prefirió huir que enfrentarse a Castro, aunque en el exilio unos 1.500 jóvenes, organizados por EEUU, lanzaron la fracasada invasión de Bahía de Cochinos. Prevalecía entonces la idea de que Washington no podía permitir la entronización de un satélite de Moscú a 90 millas de sus costas. Los marines pondrían orden en el alterado manicomio de siempre. Y lo más prudente parecía ser contemplar estos toros desde la barrera del exilio.

Pero, además de hacer la revolución en el terreno económico y político de acuerdo con el modelo leninista importado de Moscú, Fidel Castro le dio otro sentido parcialmente distinto a su Gobierno: desde el año 1959 se convirtió en el paladín de la causa comunista en el planeta. Organizó, financió y adiestró expediciones de insurrectos a medio planeta. Sentía la necesidad imperiosa de reproducirse. Su verdadero leit motiv era ese y no la transformación del país.

Su sueño consistía en que en cada rincón del mundo un pequeño grupo de guerrilleros armados desatara una revolución antiimperialista, antiyanqui, anticapitalista que repitiera su triunfo político. Su narcisismo lo impulsaba a tratar de influir en los destinos del planeta. No se resignaba a ser el abrumado administrador de una pequeña isla cañera del Caribe empeñada en cumplir con absurdos o quiméricos planes quinquenales. Castro quería ser Bolívar, Napoleón, Alejandro Magno.

Angola y Etiopía

Para realizarse, Castro necesitaba triunfar a escala planetaria, lo que le llevó a enviar a decenas de miles de soldados cubanos a las guerras de Angola y Etiopía durante más de 15 años, conflicto que supera en tiempo, y probablemente en bajas en combate, a las dos guerras de independencia que tuvo Cuba en el siglo XIX.

El comandante, en suma, acaba de morir tras una larga enfermedad que lo apartó del Gobierno desde 2006, pero su régimen comenzó a agonizar mucho antes, en el momento en que Gorbachov desató la perestroika, agravándose después, en 1989, con la caída del muro de Berlín, antesala de la desaparición del Bloque del Este, la disolución de la Unión Soviética y total descrédito del marxismo como referencia teórica.

¿Cómo resistió Castro este cataclismo? Al margen de la ayuda masiva otorgada por Hugo Chávez, la revolución ha resistido por el mismo procedimiento que Corea del Norte: no cediendo un milímetro de poder y no permitiendo la menor disensión en las filas del poder. ¿Podrá Raúl Castro mantener el mismo rumbo? Supongo que solo por cierto tiempo. El mesianismo no es transferible y la desmoralización ideológica de la clase dirigente es total.


Por otra parte, la cultura política que Castro lega es totalmente diferente a la que él recibió. Con Fidel Castro ha muerto más que un líder. La cultura revolucionaria también ha llegado a su fin en Cuba. Esto le abre las puertas a un futuro esperanzador para todos los cubanos.

No me arrepiento de Nada

Fernando Mires. Blog POLIS


Con el correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno – al menos en política ─ no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre. Que el “para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia política está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de absoluta oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al infierno, hay otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos llegar a ser mejor de lo que somos.

Quienes una vez accedimos a la vida política siguiendo las noticias que nos llegaban de la Sierra Maestra, nos identificamos rápidamente con la guerrilla de Fidel Castro. ¿Quién que no fuera un malvado podía apoyar a Batista? La imagen mostrando a Cuba convertida en un burdel recorría al mundo. En Cuba había nacido una revolución y cada uno de nosotros, ni siquiera ventiañeros, proyectaba hacia la isla sus visiones de futuro.

Definitivamente, Cuba pasó a ser parte de diversas biografías. El rechazo al comunismo soviético y la revelación pública de los crímenes cometidos por Stalin, fueron hechos que impulsaron a no pocos jóvenes de mi generación a buscar una salida política que no fuera la mediocre oferta de las derechas tradicionales. El discurso del Che Guevara en Argelia afirmó nuestras convicciones: era posible ser revolucionario sin ser comunista y antiimperialista sin ser pro-soviético.

La idea de un socialismo latinoamericano parecía no ser solo una utopía. Si a eso sumamos las imágenes que nos llegaban desde Vietnam, horrores como los de la aldea My Lay, poblaciones completas padeciendo bajo el napalm, no parecía haber otra alternativa más digna que la ofrecida por Cuba.

La primera fisura colectiva y profunda ocurrió en 1968 cuando Fidel Castro, confirmando la primera gran capitulación de la revolución cubana, aplaudió la invasión a Checoslovaquia. Peor aún: la aplaudió aceptando que esa había sido una violación a la soberanía nacional de ese país.

Aún sin habernos distanciado públicamente nos repugnó la autocrítica despiadada que obligaron hacer a Heberto Padilla. Después nos enteramos de la vil persecución a que fue sometido Reynaldo Arenas. Las declaraciones de Guillermo Cabrera Infante nos impactaron. Las persecuciones a los homosexuales nos horrorizaron. El culto al paredón nos recordaba a nuestras lecturas sobre la Francia de las guillotinas.

Los que habíamos sabido de los crímenes de Stalin comenzábamos a entender lo que estaba sucediendo en la isla. Cuba dejó ─ no de un día a otro, lentamente ─ de ser la esperanza, el horizonte, el futuro. Cuba, la Cuba de Fidel, había roto con muchos de nosotros. El tiempo lo fue confirmando. Castro no era un libertador. Era, o llegó a ser, un simple dictador latinoamericano en una larga y siniestra galería de crueles dictadores.

Y sin embargo, dejo constancia, no me arrepiento de haber apoyado durante un tiempo a la Cuba de Fidel. Y lo voy a explicar:

Con la misma pasión con la cual una vez seguí a Cuba, comencé a seguir tiempo después a las revoluciones democráticas del Este europeo. Apoyé a Solidarnosc y a Walesa y no temo afirmar que hasta me identifique con ellos. Pero miremos a la Polonia de hoy. Un país gobernado por un autócrata rodeado de curas fanáticos amenazando a los derechos humanos y a las libertades públicas. A esas mismas libertades por las cuales los obreros de Danzig arriesgaron todo en su lucha en contra de la dictadura comunista.

Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me identifiqué con la gesta antiburocrática iniciada por Gorbachov en la URSS. Pero miremos a la Rusia de hoy. Un imperio que amenaza a Europa, invade a Ucrania, comete genocidio en Siria y bombardea a poblaciones indefensas en el Oriente Medio. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado a Gorbachov?

Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyé a la revolución democrática de Hungría y a la Checoslovaquia de Havel. Hoy Hungría está gobernada por un neo-dictador y la Checoslovaquia de Havel no existe. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado al nacimiento de la democracia en esos países?

Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba apoyé a las multitudes disidentes de Dresden y Leipzig, reunidas en las plazas, todas gritando: “Nosotros somos el pueblo”. ¿Debo arrepentirme por haberme sentido tan cerca de esa gente solo porque hoy esa consigna es coreada por una chusma enloquecida de racistas? ¿Los mismos que en las noches incendian los albergues donde residen indefensos extranjeros?

Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, me pronuncié a favor de la llamada “primavera árabe”. A ese mismo pobre mundo árabe que hoy aparece otra vez envuelto en guerras fraticidas y pisoteado por nuevas dictaduras. ¿Debo arrepentirme por haber cifrado algunas esperanzas en ellos?

Con la misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyo hoy día a las fuerzas democráticas de la nación venezolana en su larga lucha en contra de la dictadura de Maduro ¿Deberé arrepentirme si después de la salida de Maduro esas mismas fuerzas democráticas convierten a Venezuela en un lodazal de corrupciones?

No voy a repetir la letra de la canción de Edith Piaf. Pero tampoco me daré golpes en el pecho. No. No me arrepiento de nada.

Con el correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno – al menos en política ─ no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre. Que el “para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia política está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de absoluta oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al infierno, hay otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos llegar a ser mejor de lo que somos.


Antes de escribir estas líneas he estado mirando con detención una foto. Fue tomada el 01 de Enero de 1959: Los muchachos de la Sierra Maestra hacen su entrada triunfal en La Habana con Fidel a la cabeza. No, no fue un error haberme sentido muy cerca de ellos. El error habría sido seguirlos “hasta la victoria siempre”. Y eso, en política, nunca hay que hacerlo con nadie. Con nadie.

El presidente designado, Donald Trump, preocupado y molesto

Mario J. Viera


Hay tormentas soplando sobre la Tower Trump, en New York. El presidente designado se siente furioso y molesto, y es así, porque la excandidata a la presidencia por el Partido Verde Jill Stein ha osado poner en dudas la legitimidad de que Trump alcanzara los 290 votos electorales que le garantizarían la presidencia, al menos en tres Estados, Wisconsin, Michigan y Pennsylvania, que juntos aportan un total de 46 votos electorales.

Y dice Trump, como diciendo ¿a qué viene la necesidad de tal recuento? Si es que, expresó en uno de sus acostumbrados twitters, “Hillary Clinton concedió la elección cuando me llamó justo antes del discurso de victoria y después que ya estaban los resultados. Nada cambiará”. Por tanto, deduce el designado, ese conteo es una “estafa” del Partido Verde por una elección que ya ha sido concedida. Y se muestra molesto pensando: “Demasiado dinero y tiempo que se gastará – ¡para el mismo resultado! Es triste”.

Una estafa, así ha visto este esfuerzo que ya va abriéndose camino, el designado, y como cita Spencer Platt de la CNBC, Trump imprecó el esfuerzo como una forma de Stein para "llenar sus arcas con dinero, que ella ni siquiera gastará en este recuento ridículo. Los tres Estados fueron ganados por un gran número de votantes, especialmente Pennsylvania, que fue ganado por más de 70.000 votos”. En realidad, en esos tres Estados, Trump superó a Clinton por un estrecho margen; en Michigan Trump superó a Clinton en solo 2 décimas porcentuales (47.5% - 47.3%); Pennsylvania Trump ganó una décima porcentual sobre Clinton (48.8% - 47.7%) y en Wisconsin sus resultados fueron mejores, aunque manteniendo todavía una estrecha diferencia de 8 décima porcentuales (47.8% - 47.0%). Fuente: Resultados actualizados hasta el 27 de noviembre. The Cook Political Report. (http://cookpolitical.com/story/10174).

¿Qué se está jugando con este recuento de votos? Si nos atenemos a lo que declarara Trump, él no debiera sentirse preocupado por el tal recuento; así blasonó, diciendo: “Es importante destacar que con la ayuda de votantes a través del país, ganamos 306 votos electorales el día de la elección ─ más que cualquier otro republicano desde 1988 ─ y nos llevamos nueve de 13 de los estados indecisos, 30 de 50 estados, y más de 2 600 condados de toda la nación ─ el mayor desde el Presidente Ronald Reagan en 1984”.

No obstante a lo dicho, es evidente que hay preocupación en el presidente designado; se trata de 46 votos electorales los que se están disputando y sobre todo los 20 muy importantes de Pennsylvania. Y la diferencia de votos populares en ese estado fue de algo más de 68 mil votos a favor del republicano... Analicemos algunos hipotéticos resultados, solo por hacer un juego de sumas y restas.

1)     Si el recuento diera, hipotéticamente, a Hillary Clinton como vencedora en los tres estados, entonces sus 232 votos electorales ascenderían hasta 278 y los 306 votos electorales de Donald Trump quedarían reducidos a solo 260 votos.
2)     Si, seguimos hablando hipotéticamente, Hillary Clinton en el recuento ganara los estados de Wisconsin y Michigan y perdiera Pennsylvania entonces sus votos electorales ascenderían solo a 258 votos electorales, en tanto que Trump manteniendo Pennsylvania a su favor sus votos electorales solo llegarían a 280 votos electorales lo que, no obstante, seguiría siendo el ganador por el Colegio Electoral superando en 10 votos electorales los requeridos para ser designado como presidente de Estados Unidos.
3)     En conclusión, de acuerdo a las reglas de la elección indirecta, para que Clinton sea proclamada presidente necesitará ganarse los tres estados en disputa; en tanto Trump solo requiere mantener a su favor a un solo estado de los tres, Pennsylvania.

Pero esto no impide que Trump esté sumamente preocupado. Sabe que Clinton le superó en 2 millones de votos populares, 64,22 millones, frente a los 62,21 de los votos recibidos por él, y eso es algo imprescindible para ser reconocido como presidente legitimado. Entonces, como antes, cuando los estimados le daban como perdedor frente a la demócrata, aseguraba sin presentar prueba alguna que las elecciones estarían amañadas, ahora suelta el siguiente bulo: "Además de ganar de manera aplastante en el Colegio Electoral, gané en el voto popular si se deducen los millones de personas que votaron ilegalmente". ¡Millones de personas! No es juego, ¿cuántas? ¿2 millones, tres, cuatro? Se adivina detrás de esta denuncia la mano de su principal consejero, el antes director de la Breitbart News Network, Steve Bannon.

Para Bernie Sanders, en declaraciones que hizo ante CNN, señaló que, aunque nadie espera que se produzca, con el recuento de votos, un “cambio profundo, no obstante, no hay nada erróneo en continuar el proceso”.


El sábado, día 26 de noviembre, la campaña de Hillary Clinton anunció que se sumaba a la petición de recuento lo que Trump calificó como una decisión “triste”. El abogado de la campaña de Hillary Clinton, Marc Elias expresó al respecto: "Pretendemos participar para garantizar que el proceso prosiga en una manera que sea justa para todas las partes". Sin embargo, la asesora principal de la campaña de Trump, Kellyanne Conway hizo una declaración que parece una amenazante advertencia dirigida a Hillary Clinton diciendo que el designado presidente no había descartado la posibilidad de llevar a cabo una investigación criminal en el uso de Clinton de un servidor de correo electrónico privado mientras estuvo al frente de la Secretaría de Estado.

sábado, 26 de noviembre de 2016

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE POPULISMO?

Ezequiel Adamovsky
Tomado del Blog POLIS de Fernando Mires



 En discusiones políticas y en los medios, el concepto “populismo” suele mencionarse como una amenaza. Sin embargo. no existen en el mundo movimientos que así se autodefinan. El historiador Ezequiel Adamovsky hace un recorrido cronológico sobre el término, arrancando en la Rusia de 1800, pasando por América Latina e incluyendo el sentido positivo que le dio Ernesto Laclau. ¿Sirve una categoría que se le puede aplicar tanto a la coalición de izquierda griega de Syriza como a sus enemigos del movimiento neonazi?".

 Por todas partes se habla del “populismo” en los debates políticos y en los medios. No hay día en que no leamos columnas en la prensa norteamericana, europea o de América Latina que nos adviertan sobre alguna amenaza “populista” en algún lado, de Venezuela a Grecia, de España a Argentina. Incluso dentro de los Estados Unidos se suele acusar a algunos políticos de ser “populistas”. Es como si fuera una especie de plaga desconocida: está por todas partes y nadie puede explicar del todo cómo se ha expandido tanto. ¿Pero qué quiere decir “populismo”? ¿Existe realmente una “amenaza populista” que esté afectando a las democracias de todo el planeta?

“Populismo” y el adjetivo “populista” fueron términos académicos antes de transformarse en expresiones de uso común. A su vez, como muchos otros conceptos académicos, nacieron como parte de vocabularios políticos de algún país en concreto. “Populismo” fue utilizado por primera vez hacia fines del siglo XIX para describir un cierto tipo de movimientos políticos. El término apareció inicialmente en Rusia en 1878 como Narodnichestvo, luego traducido como “populismo” a otras lenguas europeas, para nombrar una fase del desarrollo del movimiento socialista vernáculo. Como explicó el historiador Richard Pipes en un estudio clásico, ese término se utilizó para describir la ola antiintelectualista de la década de 1870 y la creencia según la cual los militantes socialistas tenían que aprender del Pueblo, antes que pretender erigirse en sus guías. Pocos años después los marxistas rusos comenzaron a utilizarlo con un sentido diferente y peyorativo, para referirse a aquellos socialistas locales que pensaban que los campesinos serían los principales sujetos de la revolución y que las comunas y tradiciones rurales podrían utilizarse para construir a partir de ellas la sociedad socialista del futuro. Así, en Rusia y en el movimiento socialista internacional, “populismo” se utilizó para designar un tipo de movimiento progresivo, que podía oponerse a las clases altas, pero – a diferencia del marxismo – se identificaba con el campesinado y era nacionalista.

 Aparentemente sin conexión con el precedente ruso, “populismo” surgió también como término político en los Estados Unidos luego de 1891, para referir al efímero People’s Party (Partido del Pueblo) que surgió entonces, apoyado principalmente por los granjeros pobres, de ideas progresistas y antielitistas. Tal como en Rusia, el término también refirió allí a un movimiento rural y a una tendencia antiintelectualista; utilizado por los oponentes del nuevo partido, también adquirió de inmediato una connotación peyorativa. Como mostró Tim Houwen, “populismo” permaneció como un vocablo poco utilizado hasta la década de 1950. Sólo entonces fue adoptado por la academia – entre otros por el sociólogo Edward Shils – aunque con un sentido completamente novedoso. En la formulación de Shils, “populismo” no refería a un tipo de movimiento en particular, sino a una ideología que podía encontrarse tanto en contextos urbanos como rurales y en sociedades de todo tipo. “Populismo” para Shils, designaba “una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura”. Como un fenómeno de múltiples caras, tal “populismo” se manifestaba en una variedad de formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo en Alemania, el Macartismo en Estados Unidos, etc. Movilizar los sentimientos irracionales de las masas para ponerlas en contra de las élites: eso era el populismo. En otras palabras, “populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto de fenómenos que se apartaban de la democracia liberal, cada uno a su modo.

En las décadas de 1960 y 1970 otros académicos retomaron el término, en un sentido algo diferente, aunque conectado con el anterior. Lo utilizaron para nombrar a un conjunto de movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente los latinoamericanos como el peronismo en Argentina, el Varguismo en Brasil y el Cardenismo en México. A pesar de que algunos de estos académicos valoraban positivamente la expansión de nuevos derechos para las clases bajas que había venido de la mano de estos movimientos, su tipo de liderazgo era el rasgo distintivo: era personal antes que institucional, emotivo antes que racional, unanimista antes que pluralista. En este sentido, se medían con la vara implícita de las democracias “normales” (es decir, liberales) del Primer Mundo. En eso, estos trabajos se conectaban con los de los académicos como Shils: implícitamente compartían una mirada normativa sobre cómo se suponía que debían ser y lucir las verdaderas democracias.

Así, en el mundo académico el concepto de “populismo” mutó de un uso más restringido que refería a los movimientos de campesinos o granjeros, a un uso más amplio para designar un fenómeno ideológico y político más o menos ubicuo. Para la década de 1970 “populismo” podía aludir a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una “ideología de resentimiento” que amenazaba por todas partes a la democracia. En todos los casos, el término tenía una connotación negativa.

Para complicar incluso más las cosas, el filósofo post-marxista Ernesto Laclau propuso un sentido más para nuestro término, completamente diferente a todos los anteriores. La influyente obra de Laclau planteó la necesidad de reemplazar la noción de “lucha de clases”, entendida como una oposición binaria fundamental que se generaba por la propia naturaleza de la opresión de clases, por la idea de que en la sociedad existe una pluralidad de antagonismos, tanto económicos como de otros órdenes. En tal escenario, no puede darse por sentado que todas las demandas democráticas y populares van a confluir como una opción unificada contra la ideología del bloque dominante. El plano político tiene un papel fundamental a la hora de “articular” esa diversidad de antagonismos. Y los discursos aquí son fundamentales, ya que son ellos los que “articulan” las demandas diversas, produciendo un Pueblo en oposición a la minoría de los privilegiados. Así entendido, el Pueblo es un efecto de la apelación discursiva que lo convoca, antes que un sujeto político pre-existente. En esta visión política, la articulación de un Pueblo en oposición al bloque dominante, es decir, el ordenamiento de una variedad de demandas en una oposición binaria, es fundamental para la “radicalización de la democracia” (una expresión que, para Laclau, tenía un sentido positivo). En uno de sus últimos trabajos, Sobre la Razón Populista (2005), Laclau utilizó el término “populista” para nombrar ese tipo particular de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición a las clases dominantes. “El populismo comienza – escribió – allí donde los elementos popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la ideología del bloque dominante”. Pero en verdad esa etiqueta no era indispensable. Laclau podría haber llamado al estilo específico de apelación política que le interesaba de otro modo, por ejemplo, “popular-democráticas” o alguna otra variante, en lugar de “populistas”. Pero el hecho es que decidió llamar a eso “populismo”, con lo cual, contrariamente a los académicos del pasado, le otorgó a ese término un sentido positivo. En su filosofía, el “populismo” era el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la democracia”. Como consecuencia de la propuesta teórica de Laclau, por primera vez algunos referentes e intelectuales de ciertos movimientos políticos (por caso el kirchnerismo en Argentina y Podemos en España) comenzaron a llamarse “populistas” a sí mismos, desafiando de ese modo el sentido común según el cual ser “populista” era algo malo. Y a su vez, eso alimentó a los liberales, dándoles más motivos para creer que existe una “amenaza populista” acechando la ciudadela de la democracia.

 El término “populismo” tenía entonces una dinámica expansiva ya en sus usos académicos. Pero al volverse de uso común, especialmente en las últimas dos décadas, se descontroló completamente. Casi cualesquiera cosas puede ser llamada “populismo” en la prensa de hoy. “Populista” se ha vuelto una especie de acusación banal que se lanza simplemente para desacreditar a cualquier cosa o adversario, buscando asociarlo así con algo ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso. Algunos gobiernos latinoamericanos que en los últimos tiempos no se alinearon con Estados Unidos o con el FMI son por supuesto los blancos preferidos. Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador y Brasil son o han sido atacados por la amenaza “populista” que proyectan sobre las democracias de la región. Y uno pensaría que ya entendió a qué se refiere el término, pero entonces comprueba que también Silvio Berlusconi – que no era ningún enemigo de los norteamericanos y mucho menos de los grandes empresarios – era un “populista”. ¿Y por qué? Para la revista The Economist, porque su gobierno se apoyaba en lazos de “patronazgo y corrupción” o, como otro comentarista argumentó, porque Berlusconi hablaba “en el lenguaje del hombre común de la calle”. Según el New York Times, en Europa es “populista” cualquiera que quiera poner límites a la migración interna o sea euroescéptico; con esos dos rasgos ya alcanza para ganarse el mote. El líder italiano Beppe Grillo es por supuesto un “populista” ya que critica al establishment político italiano. No importan las ideas que uno tenga en cualquier otro asunto: si uno habla como la gente común, si critica a Estados Unidos, si tiene problemas con el curso que está tomando la Unión Europea o con su establishment político local, uno es un “populista”. Y no importa si se trata de un izquierdista radicalizado o de alguien de extrema derecha. En Grecia, según nos informan, Syriza es por supuesto “populista”. Pero también lo son sus enemigos del movimiento neo-Nazi Amanecer Dorado. Las ideas de ambos grupos son totalmente opuestas en todas y cada una de las maneras posibles, pero sin embargo ambos se las arreglan para pertenecer a la misma familia política. Ambos son de “los populistas”.

 De toda esta proliferación de significados, uno creería al menos entender que, comoquiera que uno lo defina, el “populismo” es un fenómeno político. Pero sin embargo las cosas no son tan sencillas. Porque economistas como Rudiger Dornbusch y otros opinan que existe también un   “populismo macroeconómico”, según el cual son “populistas” aquellos que tienen una mirada económica que “prioriza el crecimiento y la distribución del ingreso y no se preocupa suficientemente por los riesgos de la inflación y del déficit en las finanzas, por las limitantes externas y por las reacciones de los agentes económicos frente a políticas agresivas que afectan el mercado”. Este “populismo macroeconómico” parecería referir entonces a un tipo específico de políticas económicas. Y sin embargo, en los debates recientes cualquier tipo de comentario o idea que no sea total y completamente amigable hacia los empresarios recibe el mote de “populista”. La Cámara de Comercio de los Estados Unidos declaró recientemente que son “populistas” todos los que tratan de “eliminar el sistema de capital libre y abierto.” A Obama se lo acusó de serlo sólo por decir que le gustaría que los millonarios paguen un poquito más de impuestos. El Wall Street Journal llamó “populista” a Hilary Clinton porque dijo que el Congreso debería “enfocarse en la creación de empleo y en los ingresos de las familias de clase media”. Eso era todo lo que el diario necesitaba escuchar. De hecho, para ese periódico, la mera preocupación por el tema de la “desigualdad de ingresos” es síntoma de la enfermedad del “populismo” (porque los ingresos de cada cual son un asunto privado, claro).

 Bien entonces. El “populismo” es un fenómeno político y también económico. ¿Así sería? Lamentablemente la saga continúa. Porque a todo lo anterior hay que agregar la idea que presentó hace tiempo Jim McGuigan, adoptada luego por muchos otros, según la cual existe también un “populismo cultural”, que sería aquél que valoriza la cultura popular por sobre otras formas de cultura “seria”. Está visto: el “populismo” ha penetrado todas las áreas de la vida social. 

 En todos estos usos variados, “populismo” parece poco más que un latiguillo que busca dar credibilidad conceptual a nociones más antiguas y menos sofisticadas, como “demagogia”, “autoritarismo”, “nacionalismo” o “vulgaridad”. Se utiliza con frecuencia simplemente para desacreditar ciertas ideas o decisiones de política económica heterodoxas, asociando a las personas o gobiernos que las llevan adelante a cosas desagradables, como el nazismo o la xenofobia. Para decirlo en otras palabras, “populismo” es un término que mete en una misma bolsa cosas que no pertenecen a un mismo conjunto y, al mismo tiempo, crea barreras mentales que nos impiden comparar cosas que son perfectamente comparables. ¿Por qué se agruparía bajo una misma etiqueta a los gobiernos sudamericanos que están construyendo la UNASUR y que en general tienen leyes benignas para la inmigración, con los xenófobos y racistas de la derecha euroescéptica? ¿Por qué aplicar impuestos a los ricos es “populismo” si lo hace un gobierno latinoamericano, pero sólo una medida “socialdemócrata” si lo hace Noruega? ¿Por qué las medidas económicas de Perón eran “populistas” pero el New Deal de Roosevelt – en el que Perón se inspiró – era apenas “keynesiano”? ¿Así que la corrupción y el patronazgo son rasgos populistas? ¿Entonces por qué en España lo son los muchachos de Podemos, pero no los corruptísimos del Partido Popular? Suele asociarse a Argentina con Venezuela como dos formas extremas de “populismo”. Pero en realidad, en términos de estilos políticos, arreglos institucionales y políticas concretas, el gobierno kirchnerista se parece más al del Frente Amplio uruguayo que al de Maduro. ¿Por qué entonces rara vez se dice que Uruguay forma parte de la “amenaza populista”? No hay motivo concreto, como no sea el hecho de que Uruguay continúa siendo un país amigable para los norteamericanos.

“Populismo” se ha convertido en un término de combate profundamente ideologizado. Su valor como concepto para entender la realidad, si alguna vez lo tuvo, se ha extinguido. En los usos actuales, puede referir a una familia de ideologías, a una variedad de movimientos políticos, a un tipo de régimen, a un estilo de gobierno, a un modelo económico, a una estética o a un tipo particular de apelación política. Todo eso mezclado y sin ninguna claridad analítica. “Populismo” funciona obviamente como término peyorativo, orientado a desacreditar a quienes se lo aplica. Pero más importante que eso: se supone que las categorías con vocación taxonómica deben agrupar fenómenos sociales similares para hacerlos más comprensibles. No hay nada malo en ello – de hecho, es algo fundamental –, pero a condición de que se agrupe a los fenómenos según los rasgos propios que posean. Como categoría taxonómica, “populismo” hace exactamente lo contrario. El único rasgo que comparten todos los fenómenos que son catalogados con esa etiqueta no es algo que son, sino algo que no son. Se los agrupa no por sus rasgos en común, sino simplemente porque ninguno de ellos (cada uno a su modo y por motivos diferentes) se corresponde con el tipo de movimientos, estilos, políticos o políticas que los liberales occidentales tienen a apreciar. En los debates actuales, “populismo” significa no mucho más que ser amistoso con la clase baja – sea en términos de políticas concretas o simplemente de manera discursiva – o tomar medidas (o tener “estilos”) que desagradan a las élites políticas, económicas o culturales.  Porque, supongamos por un momento que manifestar cercanía hacia la clase baja fuera algo que se aparta de los ideales de las democracias “normales”, esto es, las que supuestamente dejan que el “pluralismo” oriente una negociación cordial de todos los intereses sociales, sin preferencia por ninguno. Y supongamos que tal desviación fuera tan importante que requiriera todo un concepto para nombrarla: no es “democracia” sino “populismo”. Aceptemos todo eso por un momento. ¿Cómo es entonces que no hay un concepto, una taxonomía específica, para nombrar la desviación opuesta, es decir, las ideas, actitudes, estilos o políticas que manifiestan cercanía con las clases altas y producen desagrado a las clases bajas? ¿Cómo es que tal apartamiento del ideal del pluralismo es simplemente una de las variantes aceptables de la democracia y no reclama una etiqueta especial que nos advierta sobre el peligro que implican? En la ausencia de respuesta a esas preguntas, la pretensión normativa del concepto de “populismo” queda perfectamente clara.


 Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que “el populismo” no existe. No hay ninguna “amenaza populista” al acecho de nuestras democracias. De hecho, no hay una sino varias amenazas que pesan sobre la vida democrática. Y también existen varios modelos de democracia posibles. “Populismo” nos hace creer que este escenario complejo de múltiples opciones y diversos peligros en verdad es sencillo. Se trataría de un escenario dividido en dos campos claramente distinguibles: por un lado, la democracia liberal (la única que merece ser llamada “democracia”) y por el otro la presencia fantasmal de todo lo que no se corresponde con ese ideal y, por ello, debe rechazarse de plano. En otras palabras, “populismo” nos invita a cerrar filas alrededor de la democracia liberal (es decir, una democracia de alcances limitados tal como gusta a los liberales) para combatir a un solo monstruo compuesto por todo lo demás, en cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos, nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa. Y el problema es que esa forma de razonamiento nos impide ver dos hechos fundamentales. Primero, que dentro de esa masa de elementos “populistas” hay algunos que definitivamente son una amenaza a la democracia, pero también ideas, experimentos políticos y organizaciones que tienen el potencial de ofrecer formas mejores y más sustantivas de democracia para las sociedades modernas. Y segundo, que el propio liberalismo, con sus valores individualistas, su ethos productivista y su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios es, de hecho, una de las mayores amenazas que corroen las democracias actuales.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Me daré un tiempo de espera... Luego sé que me reiré a carcajadas

Mario J. Viera



“¡Habemus presidentam!” Bueno, más o menos así, como el anuncio en latín de la elección de un nuevo papa... “¡Tenemos presidente!” Se acabó el dime que te diré de esta álgida, agria y mugrosa campaña electoral que nos tuvo a todos al borde de una cirrosis hepática o de un Infarto cerebral (stroke en inglés) o de un ataque de nervios y hasta de cuantiosos derrames de bilis... ¡Uf, qué descanso! El gran lío de ahora es que ya comienza otra bronca, porque, aunque ya tenemos presidente, hay muchos indignados, indignadísimos que gritan: “¡No es mi presidente!” Y lo gritan porque nuestro presidente que ya tenemos no tuvo mayoría de votos populares, pero sí se ganó los votos de estados claves... Cuestión de interpretación entre legalidad y legitimidad. ¡Todo un conflicto ético-jurídico!

El presidente que ya tenemos... sí, ya lo tenemos, si ya hasta hizo una visita a la Casa Blanca, a la White House y su oponente demócrata aceptó su derrota y el presidente saliente ha hecho un llamado a la unidad y a respetar al presidente que ya tenemos...

Pero el presidente que ya tenemos hizo muchas promesas de campaña, prometió elevar a los Estados Unidos no hasta la luna, ¡hasta el mismo sol! Prometió librarnos del grave peligro de los mexicanos que nos invaden sin papeles, que nos hizo comprender cuán malos son y levantar un enorme muro “para que no lo salte el pueblo que anda rondando la llave que guarda nuestro secreto...” Un lapsus mentis, perdón, esas últimas palabras son parte de una coplilla andaluza... Un muro enorme, gigantesco ¡Colosal! ¿Se imaginan Uds. cuánta piedra de cantería se requeriría para levantar tal majestuoso muro? ¿Cuántas toneladas de hormigón será necesaria? Por otra parte... Recuerden... Los narco-carteles mexicanos son expertos en construir túneles para pasar la droga hacia el “gabacho” ¿Cuántos pies de profundidad se le dará a los cimientos que soportan la gran estructura? Una solución sería colocar minas antipersonales alrededor del muro, pero ¡Diantres, Estado Unidos ha firmado el convenio que prohíbe el empleo de minas personales! Bueno ya se le encontrará alguna solución a este problema... el presidente que tenemos conoce a muy buenos arquitectos.

Deportará a once millones de mexicanos indocumentados... ¿Once millones de mexicanos? Me parece que entre los once millones (equivalente al número de habitantes que hay en Cuba), aunque los mexicanos constituyen una gran mayoría, no son los únicos, en esos once millones hay de todos los países de América Latina, como también hay europeos, asiáticos y africanos... ¿Cuánto tiempo tomará para llevar a cabo tan masiva deportación? ¿Cuatro años? Bueno para ello se requiere deportar 2 750 000 inmigrantes indocumentados, o ilegales como prefiere denominarles el presidente que ya tenemos, como promedio. ¿Qué medios debemos emplear para deportar a esos “delincuentes”? ¿Aviones, trenes, camiones o carretas tiradas por mulas? Y lo más importante... el dinero que se empleará en tal concurso... No soy capaz de hacer el cálculo, pero sí deduzco que ese dinero empleado en tan noble fin afectará el déficit financiero del presupuesto nacional que nuestro presidente, el nuevo, pretende disminuir...

Otro asunto es el llamado Obamacare...  El prometió que desde que se sentara en la Oficina Oval lo anularía; el problema es que, aunque las compañías aseguradoras aumentaron las pólizas, por aquello de “para joder, hombre, para joder” hay muchos miles que se han inscrito en el Obamacare después que se elevaron esas pólizas y hay millones que ya lo tienen y que, suprimido, se quedarían sin seguro de atención médica accesible... Es posible que no haya manifestaciones y marchas de protesta, es posible también que las haya...


Pero también ha prometido mucho en cuanto a la política exterior... Bueno para todo hay tiempo... Ya se verá, ya se verá... por ahora me doy un tiempo de espera y de observación... luego... ¡Ah luego!, dentro de seis meses o dentro de un año... seguro, muy seguro que tendré la ocasión de reír a carcajadas con las cosas graciosas que se le ocurra hacer este presidente, el presidente que ya tenemos. 

jueves, 10 de noviembre de 2016

Ganó la Florida, pero perdió a Miami-Dade y Hillsborough

Mario J. Viera



 Muy felices se sintieron los cubanos que en la Florida apoyaron firmemente al candidato republicano, hoy presidente electo, Donald Trump. Saltaban jubilosos, celebrando su triunfo. Trump ganaba la Florida con el 49.1% de los votos, en tanto Hillary Clinton solo recibía el apoyo del 47.8% de los electores, lo que no significó, en modo alguno una aplastante victoria de Trump sobre Clinton, solo una diferencia de 1.3%, nada significativo; pero en unas elecciones gana siempre el que más votos obtenga, aunque solo sea por la diferencia de un solo voto. Nada extraordinaria las ganancias de votos de Donald Trump en la Florida si se compara con las elecciones del 2012 cuando Barack Obama ganara la Florida con 4% más de los votos que pudo obtener Trump en estas elecciones, 51.2% a favor de Obama en 2012; 47.8% a favor de Trump en estas elecciones.

En el condado de Miami-Dade, el feudo de los cubanos versallescos, fieles y ardientes republicanos y pese a sus esfuerzos, Trump fue apabullado con un apoyo popular de solo el 34.1% de los votos frente al 63.7% de Hillary Clinton, una diferencia colosal de 29.6%. Nada de qué sentirse entusiasmado. Miami se coloreó de azul.

Otra plaza fuerte de cubanos republicanos fue tomada también por asalto por la campaña de Hillary Clinton, Tampa en el condado de Hillsborough. Allí también caía Trump con 44.7% de apoyo popular frente a un 51.5% de Hillary Clinton, una diferencia más modesta que en Miami de solo 6.8%.


Si la elección presidencial se hiciera por el voto popular, no por el Colegio Electoral, Hillary Clinton hubiera sido proclamada como Presidente de Estados Unidos, al alcanzar, según cómputos actualizados, 60,122,876 votos frente a los 59,821,874 votos obtenidos por Donald Trump lo que representa un 47.7% a favor de Clinton contra 47.5% de Trump una diferencia de 301 002 votos a favor de Hillary Clinton. De acuerdo con lo actualmente aceptado como legalidad, Trump es el Presidente electo, pero sin la legitimidad que solo la confiere el voto mayoritario de la nación, la expresión de la voluntad de Nosotros el Pueblo que votó mayoritariamente a favor de la candidata demócrata.

Ya no hay más Hillary Clinton, ni Obama administración

Mario J. Viera



Ya Hillary Clinton pasó y concluye el gobierno que por ocho años presidiera Barack Obama. Ahora habrá un nuevo gobierno y un pueblo que tiene opinión y que tiene el poder del ejercicio de la palabra. El pueblo de Estados Unidos está ahora a las puertas de una nueva realidad. Surgirán, dentro de la masa del pueblo, nuevas voces, nuevos conductores. Ellos alzarán su voz; contra ellos no se argüirá con epítetos descalificadores acusándoles de mentirosos, acusándoles de haber producido e-mails comprometedores; ellos no podrán ser acusados de supuestas irresponsabilidades por los sucesos en el consulado de Estados Unidos en Bengasi. Ellos y el pueblo de frente a un gobierno irresponsable y provocador.

Ya no hay más Hillary Clinton, ahora el pueblo tiene la palabra. Palabra firme contra ese tercio de seguidores de Trump que la Clinton calificara de “lamentables”, cuando debiera haberles calificado de “detestables”, de ese tercio, de voz estridente elevada hasta los insultos, de los seguidores de Trump, aquellos los xenófobos, racistas y misóginos. Será el pueblo quien reaccionará ante la incompetencia del Sr. Trump y le dirá “¡No!” al Ku Klux Clan cuando intente de nuevo levantar cabeza, y le dirá “¡No!” a los grupos de matones neo nazis cuando intenten alzar cabeza. Ahora el pueblo tiene palabra firme contra el fascistóide movimiento del Tea Party.

Ahora el pueblo tiene que estar consciente de su fuerza. Esa porción de pueblo, un poco más de la mitad de los electores que rechazaron a Trump en las urnas, tiene que mantenerse vigilante y dispuesto a inspirarse en las tesis de Gene Sharp y, de ser preciso, plantear la lucha noviolenta en contra de aquellos que traten de conducir los destinos de Estados Unidos por los senderos de la antidemocracia.


El pueblo, que no es comunista, que no es fascista, que no cree en supremacías raciales, que ama a su país, que cree firmemente en su democracia, debe convertirse en Argos supremo de vigilancia, con cien ojos, sobre la nueva administración.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Estados Unidos polarizado al concluir las elecciones

Mario J. Viera


Trump obtuvo la victoria al alcanzar un importante número de votos electorales 306, que hicieron añicos la aspiración presidencial de Hillary Clinton que solamente alcanzaría 232 de esos votos. Aunque Trump ganó la presidencia, ¿significa esto una aplastante derrota sobre la candidata demócrata? En apariencias es así, pero solo en apariencias.

Los resultados electorales, principalmente en tres estados Michigan, con 16 votos electorales; Wisconsin, con 10 votos electorales y Pennsylvania, con 20 votos electorales fueron la gota que colmara el vaso y le concediera el triunfo a Donald Trump; tres estados que definidamente habían sido demócratas. Y Trump ganó la presidencia con su victoria en los estados de Texas, Kansas, Dakota del Sur, Wyoming, Dakota del Norte, Misisipi, Alabama, Tennessee, Kentucky, Indiana, Montana, Virginia Occidental, Carolina del Sur, Oklahoma, Arkansas, Luisiana, Nebraska, Idaho, Ohio, Carolina del Norte, Florida, Utah, Pensilvania, Georgia, Iowa, Alaska, Wisconsin y Misuri, un total de 28 de los 50 estados de la Unión. En más de la mitad de los estados de Estados Unidos ganaba Donald Trump. ¿Quiero esto decir que Trump se ganó el apoyo de la mayoría de los electores nacionales y con ello se convirtiera en la mayoría indiscutible? En apariencias sí, pero solo aparentemente.


La realidad es una y solo una. Trump no ganó la mayoría de los votos de los electores de Estados Unidos, considerados como total de población electiva. La victoria de Trump solo pone en evidencia que Estados Unidos está dividido en una bien definida polarización, 59.3 millones de electores dieron su voto a favor de Hillary Clinton y 59.2 millones suscribieron a Donald Trump, es decir, 50.04% para Hillary Clinton; 50.0% para Donald Trump. El triunfo del que fuera candidato del Partido Republicano, con apoyo firme del Tea Party, fue el triunfo de la demagogia, del populismo y de la antipolítica. Tal como dice Marc Bassets del diario El País, “la furia populista a ambos lados del Atlántico consigue así su mayor victoria”. La quiebra en el seno de la sociedad americana es profunda; el consenso político está bien lejos de alcanzarse. Se avecinan tiempos de conflictos sociales.

martes, 8 de noviembre de 2016

EL MOMENTO POPULISTA

Chantal Mouffe (Blog POLIS)



Hoy en Europa estamos viviendo un momento populista que significa un punto de inflexión para nuestras democracias, cuyo futuro dependerá de la respuesta que se dé a ese reto. Para afrontar esa situación es necesario descartar la visión mediática simplista del populismo como pura demagogia y adoptar una perspectiva analítica. Propongo seguir a Ernesto Laclau, que define el populismo como una forma de construir lo político, consistente en establecer una frontera política que divide la sociedad en dos campos, apelando a la movilización de los de abajo frente a los de arriba. El populismo no es una ideología y no se le puede atribuir un contenido programático específico. Tampoco es un régimen político y es compatible con una variedad de formas estatales. Es una manera de hacer política que puede tomar formas variadas según las épocas y los lugares. Surge cuando se busca construir un nuevo sujeto de la acción colectiva — el pueblo — capaz de reconfigurar un orden social vivido como injusto.

Examinado desde esa óptica, el reciente auge en Europa de formas populistas de política aparece como la expresión de una crisis de la política liberal-democrática que se debe a la convergencia de varios fenómenos, que en los últimos años han afectado a las condiciones de ejercicio de la democracia. El primero es lo que he propuesto llamar pospolítica para referirme al desdibujamiento de la frontera política entre derecha e izquierda. Fue el resultado del consenso establecido entre los partidos de centroderecha y de centroizquierda sobre la idea de que no había alternativa a la globalización neoliberal. Bajo el imperativo de la modernización se aceptaron los diktats del capitalismo financiero globalizado y los límites que imponían a la intervención del Estado y a las políticas públicas. El papel de los Parlamentos y de las instituciones que permiten a los ciudadanos influir sobre las decisiones políticas fue drásticamente reducido. Así fue puesto en cuestión lo que representa el corazón mismo de la idea democrática: el poder del pueblo.

Hoy en día se sigue hablando de democracia, pero solo para referirse a la existencia de elecciones y a la defensa de los derechos humanos. Esa evolución, lejos de ser un progreso hacia una sociedad más madura, como se dice a veces, socava las bases mismas de nuestro modelo occidental de democracia, habitualmente designado como republicano. Ese modelo fue el resultado de la articulación entre dos tradiciones: la liberal del Estado de derecho, de la separación de poderes y de la afirmación de la libertad individual, y la tradición democrática de la igualdad y de la soberanía popular. Estas dos lógicas políticas son en última instancia irreconciliables, ya que siempre existirá una tensión entre los principios de libertad y de igualdad. Pero esa tensión es constitutiva de nuestro modelo republicano porque garantiza el pluralismo. A lo largo de la historia europea ha sido negociada a través de una lucha agonista entre la derecha, que privilegia la libertad, y la izquierda, que pone el énfasis en la igualdad.

Al volverse borrosa la frontera izquierda/derecha por la reducción de la democracia a su dimensión liberal, desapareció el espacio donde podía tener lugar esa confrontación agonista entre adversarios. Y la aspiración democrática ya no encuentra canales de expresión en el marco de la política tradicional. El demos, el pueblo soberano, ha sido declarado una categoría zombi y ahora vivimos en sociedades posdemocráticas.

Esos cambios a nivel político se inscriben en el marco de una nueva formación hegemónica neoliberal, caracterizada por una forma de regulación del capitalismo en la cual el capital financiero ocupa un lugar central. Hemos asistido a un aumento exponencial de las desigualdades que ya no solamente afecta a las clases populares, sino también a buena parte de las clases medias, que han entrado en un proceso de pauperización y precarización. Se puede hablar de un verdadero fenómeno de oligarquización de nuestras sociedades.

En ese contexto de crisis social y política ha surgido una variedad de movimientos populistas que rechazan la pospolítica y la posdemocracia. Proclaman que van a volver a darle al pueblo la voz que le ha sido confiscada por las élites. Independientemente de las formas problemáticas que pueden tomar algunos de esos movimientos, es importante reconocer que se apoyan en legítimas aspiraciones democráticas. El pueblo, sin embargo, puede ser construido de maneras muy diferentes y el problema es que no todas van en una dirección progresista. En varios países europeos esa aspiración a recuperar la soberanía ha sido captada por partidos populistas de derecha que han logrado construir el pueblo a través de un discurso xenófobo que excluye a los inmigrantes, considerados como una amenaza para la prosperidad nacional. Esos partidos están construyendo un pueblo cuya voz reclama una democracia que se limita a defender los intereses de los considerados nacionales.

La única manera de impedir la emergencia de tales partidos y de oponerse a los que ya existen es a través de la construcción de otro pueblo, promoviendo un movimiento populista progresista que sea receptivo a esas aspiraciones democráticas y las encauce hacia una defensa de la igualdad y de la justicia social.

Es la ausencia de una narrativa capaz de ofrecer un vocabulario diferente para formular esas demandas democráticas lo que explica que el populismo de derecha tenga eco en sectores sociales cada vez más numerosos. Es urgente darse cuenta de que para luchar contra ese tipo de populismo no sirven la condena moral y la demonización de sus partidarios. Esa estrategia es completamente contraproducente porque refuerza los sentimientos anti establishment de las clases populares. En lugar de descalificar sus demandas hay que formularlas de modo progresista, definiendo el adversario como la configuración de fuerzas que afianzan y promueven el proyecto neoliberal.


Lo que está en juego es la constitución de una voluntad colectiva que establezca una sinergia entre la multiplicidad de movimientos sociales y de fuerzas políticas cuyo objetivo es la profundización de la democracia. En la medida en que amplios sectores sociales están sufriendo los efectos del capitalismo financiarizado, existe un potencial para que esa voluntad colectiva tenga un carácter transversal que desborde el clivaje derecha/izquierda tal como está configurado tradicionalmente. Para estar a la altura del reto que representa el momento populista para el devenir de la democracia se necesita una política que restablezca la tensión entre la lógica liberal y la lógica democrática y, a pesar de lo que algunos pretenden, eso se puede hacer sin poner en peligro las instituciones republicanas. Concebido de manera progresista, el populismo, lejos de ser una perversión de la democracia, constituye la fuerza política más adecuada para recuperarla y ampliarla en la Europa de hoy.